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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Sin embargo, lo que me enseñó en la práctica fue una fórmula infalible que

por desgracia sólo me sirvió en el último grado del bachillerato: si prestaba

atención en las clases y hacía yo mismo las tareas en vez de copiarlas de mis

compañeros, podía ser bien calificado y leer a mi antojo en mis horas libres, y

seguir mi vida propia sin trasnochos agotadores ni sustos inútiles. Gracias a esa

receta mágica fui el primero de la promoción aquel año de 1942 con medalla de

excelencia y menciones honoríficas de toda índole. Pero las gratitudes

confidenciales se las llevaron los médicos por lo bien que me habían sanado de la

locura. En la fiesta caí en la cuenta de que había una mala dosis de cinismo en la

emoción con que yo agradecía en los años anteriores los elogios por méritos que

no eran míos. En el último año, cuando fueron merecidos, me pareció decente no

agradecerlos. Pero correspondí de todo corazón con el poema « El circo» , de

Guillermo Valencia, que recité completo sin consueta en el acto final, y más

asustado que un cristiano frente a los leones.

En las vacaciones de aquel buen año había previsto visitar a la abuela

Tranquilina en Aracataca, pero ella tuvo que ir de urgencia a Barranquilla para

operarse de las cataratas. La alegría de verla de nuevo se completó con la del

diccionario del abuelo que me llevó de regalo. Nunca había sido consciente de

que estaba perdiendo la vista, o no quiso confesarlo, hasta que y a no pudo

moverse de su cuarto. La operación en el hospital de Caridad fue rápida y con

buen pronóstico. Cuando le quitaron las vendas, sentada en la cama, abrió los ojos

radiantes de su nueva juventud se le iluminó el rostro y resumió su alegría con

una sola palabra:

—Veo.

El cirujano quiso precisar qué tanto veía y ella barrió el cuarto con su mirada

nueva y enumeró cada cosa con una precisión admirable. El médico se quedó sin

aire, pues sólo yo sabía que las cosas que enumeró la abuela no eran las que tenía

enfrente en el cuarto del hospital, sino las de su dormitorio de Aracataca, que

recordaba de memoria y en su orden. Nunca más recobró la vista.

Mis padres insistieron en que pasara las vacaciones con ellos en Sucre y que

llevara conmigo a la abuela. Mucho más envejecida de lo que mandaba la edad,

y con la mente a la deriva, se le había afinado la belleza de la voz y cantaba más

y con más inspiración que nunca. Mi madre cuidó de que la mantuvieran limpia

y arreglada, como a una muñeca enorme. Era evidente que se daba cuenta del

mundo, pero lo refería al pasado. Sobre todo los programas de radio, que

despertaban en ella un interés infantil. Reconocía las voces de los distintos

locutores a quienes identificaba como amigos de su juventud en Riohacha,

porque nunca entró un radio en su casa de Aracataca. Contradecía o criticaba

algunos comentarios de los locutores, discutía con ellos los temas más variados o

les reprochaba cualquier error gramatical como si estuvieran en carne y hueso

junto a su cama, y se negaba a que la cambiaran de ropa mientras no se

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