Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

11.12.2019 Views

purificaba su hermosura, un collar de fantasía y una flor de fuego vivo en eldescote. Sin embargo, lo que más aprecio ahora en el recuerdo es el modo enque me invitó a su casa sin un mínimo indicio de premeditación, sin quetomáramos en cuenta el signo sagrado de la cruz de ceniza que ambos teníamosen la frente. Su marido, que era práctico de un buque en el río Magdalena, estabaen su viaje de oficio de doce días. ¿Qué tenía de raro que su esposa me invitaraun sábado casual a un chocolate con almojábanas? Sólo que el ritual se repitiótodo el resto del año mientras el marido andaba en su buque, y siempre de cuatroa siete, que era el tiempo del programa juvenil del cine Rex que me servía depretexto en la casa de mi tío Eliécer para estar con ella.Su especialidad profesional era preparar para los ascensos a maestros deprimaria. A los mejor calificados los atendía en sus horas libres con chocolate yalmojábanas, de modo que al bullicioso vecindario no le llamó la atención elnuevo alumno de los sábados. Fue sorprendente la fluidez de aquel amor secretoque ardió a fuego loco desde marzo hasta noviembre. Después de los dosprimeros sábados creí que no podía soportar más los deseos desaforados de estarcon ella a toda hora.Estábamos a salvo de todo riesgo, porque su marido anunciaba su llegada a laciudad con una clave para que ella supiera que estaba entrando en el puerto. Asífue el tercer sábado de nuestros amores, cuando estábamos en la cama y se oyóel bramido lejano. Ella quedó tensa.—Tate quieto —me dijo, y esperó dos bramidos más. No saltó de la cama,como yo lo esperaba por mi propio miedo, sino que prosiguió impávida—:Todavía nos quedan más de tres horas de vida.Ella me lo había descrito como « un negrazo de dos metros y un jeme, conuna tranca de artillero» . Estuve a punto de romper las reglas del juego por elzarpazo de los celos, y no de cualquier modo: quería matarlo. Lo resolvió lamadurez de ella, que desde entonces me llevó de cabestro a través de los escollosde la vida real como a un lobito con piel de cordero.Iba muy mal en el colegio y no quería saber nada de eso, pero Martina sehizo cargo de mi calvario escolar. Le sorprendió el infantilismo de descuidar lasclases por complacer al demonio de una irresistible vocación de vida. « Es lógico—le dije—. Si esta cama fuera el colegio y tú fueras la maestra, yo sería elnúmero uno no sólo de la clase sino de toda la escuela» . Ella lo tomó como unejemplo certero.—Es justo eso lo que vamos a hacer —me dijo.Sin demasiados sacrificios emprendió la tarea de mi rehabilitación con unhorario fijo. Me resolvía las tareas y me preparaba para la semana siguienteentre retozos de cama y regaños de madre. Si los deberes no estaban bien y atiempo me castigaba con la veda de un sábado por cada tres faltas. Nunca paséde dos. Mis cambios empezaron a notarse en el colegio.

Sin embargo, lo que me enseñó en la práctica fue una fórmula infalible quepor desgracia sólo me sirvió en el último grado del bachillerato: si prestabaatención en las clases y hacía yo mismo las tareas en vez de copiarlas de miscompañeros, podía ser bien calificado y leer a mi antojo en mis horas libres, yseguir mi vida propia sin trasnochos agotadores ni sustos inútiles. Gracias a esareceta mágica fui el primero de la promoción aquel año de 1942 con medalla deexcelencia y menciones honoríficas de toda índole. Pero las gratitudesconfidenciales se las llevaron los médicos por lo bien que me habían sanado de lalocura. En la fiesta caí en la cuenta de que había una mala dosis de cinismo en laemoción con que yo agradecía en los años anteriores los elogios por méritos queno eran míos. En el último año, cuando fueron merecidos, me pareció decente noagradecerlos. Pero correspondí de todo corazón con el poema « El circo» , deGuillermo Valencia, que recité completo sin consueta en el acto final, y másasustado que un cristiano frente a los leones.En las vacaciones de aquel buen año había previsto visitar a la abuelaTranquilina en Aracataca, pero ella tuvo que ir de urgencia a Barranquilla paraoperarse de las cataratas. La alegría de verla de nuevo se completó con la deldiccionario del abuelo que me llevó de regalo. Nunca había sido consciente deque estaba perdiendo la vista, o no quiso confesarlo, hasta que y a no pudomoverse de su cuarto. La operación en el hospital de Caridad fue rápida y conbuen pronóstico. Cuando le quitaron las vendas, sentada en la cama, abrió los ojosradiantes de su nueva juventud se le iluminó el rostro y resumió su alegría conuna sola palabra:—Veo.El cirujano quiso precisar qué tanto veía y ella barrió el cuarto con su miradanueva y enumeró cada cosa con una precisión admirable. El médico se quedó sinaire, pues sólo yo sabía que las cosas que enumeró la abuela no eran las que teníaenfrente en el cuarto del hospital, sino las de su dormitorio de Aracataca, querecordaba de memoria y en su orden. Nunca más recobró la vista.Mis padres insistieron en que pasara las vacaciones con ellos en Sucre y quellevara conmigo a la abuela. Mucho más envejecida de lo que mandaba la edad,y con la mente a la deriva, se le había afinado la belleza de la voz y cantaba másy con más inspiración que nunca. Mi madre cuidó de que la mantuvieran limpiay arreglada, como a una muñeca enorme. Era evidente que se daba cuenta delmundo, pero lo refería al pasado. Sobre todo los programas de radio, quedespertaban en ella un interés infantil. Reconocía las voces de los distintoslocutores a quienes identificaba como amigos de su juventud en Riohacha,porque nunca entró un radio en su casa de Aracataca. Contradecía o criticabaalgunos comentarios de los locutores, discutía con ellos los temas más variados oles reprochaba cualquier error gramatical como si estuvieran en carne y huesojunto a su cama, y se negaba a que la cambiaran de ropa mientras no se

purificaba su hermosura, un collar de fantasía y una flor de fuego vivo en el

descote. Sin embargo, lo que más aprecio ahora en el recuerdo es el modo en

que me invitó a su casa sin un mínimo indicio de premeditación, sin que

tomáramos en cuenta el signo sagrado de la cruz de ceniza que ambos teníamos

en la frente. Su marido, que era práctico de un buque en el río Magdalena, estaba

en su viaje de oficio de doce días. ¿Qué tenía de raro que su esposa me invitara

un sábado casual a un chocolate con almojábanas? Sólo que el ritual se repitió

todo el resto del año mientras el marido andaba en su buque, y siempre de cuatro

a siete, que era el tiempo del programa juvenil del cine Rex que me servía de

pretexto en la casa de mi tío Eliécer para estar con ella.

Su especialidad profesional era preparar para los ascensos a maestros de

primaria. A los mejor calificados los atendía en sus horas libres con chocolate y

almojábanas, de modo que al bullicioso vecindario no le llamó la atención el

nuevo alumno de los sábados. Fue sorprendente la fluidez de aquel amor secreto

que ardió a fuego loco desde marzo hasta noviembre. Después de los dos

primeros sábados creí que no podía soportar más los deseos desaforados de estar

con ella a toda hora.

Estábamos a salvo de todo riesgo, porque su marido anunciaba su llegada a la

ciudad con una clave para que ella supiera que estaba entrando en el puerto. Así

fue el tercer sábado de nuestros amores, cuando estábamos en la cama y se oyó

el bramido lejano. Ella quedó tensa.

—Tate quieto —me dijo, y esperó dos bramidos más. No saltó de la cama,

como yo lo esperaba por mi propio miedo, sino que prosiguió impávida—:

Todavía nos quedan más de tres horas de vida.

Ella me lo había descrito como « un negrazo de dos metros y un jeme, con

una tranca de artillero» . Estuve a punto de romper las reglas del juego por el

zarpazo de los celos, y no de cualquier modo: quería matarlo. Lo resolvió la

madurez de ella, que desde entonces me llevó de cabestro a través de los escollos

de la vida real como a un lobito con piel de cordero.

Iba muy mal en el colegio y no quería saber nada de eso, pero Martina se

hizo cargo de mi calvario escolar. Le sorprendió el infantilismo de descuidar las

clases por complacer al demonio de una irresistible vocación de vida. « Es lógico

—le dije—. Si esta cama fuera el colegio y tú fueras la maestra, yo sería el

número uno no sólo de la clase sino de toda la escuela» . Ella lo tomó como un

ejemplo certero.

—Es justo eso lo que vamos a hacer —me dijo.

Sin demasiados sacrificios emprendió la tarea de mi rehabilitación con un

horario fijo. Me resolvía las tareas y me preparaba para la semana siguiente

entre retozos de cama y regaños de madre. Si los deberes no estaban bien y a

tiempo me castigaba con la veda de un sábado por cada tres faltas. Nunca pasé

de dos. Mis cambios empezaron a notarse en el colegio.

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