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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Lo tomó tan en serio que casi todos los días se iba media hora al billar de la

esquina y me dejaba detrás del cancel de la sastrería con amigas suy as de todos

los pelajes, y nunca con la misma. Fue una temporada de desafueros creativos,

que parecieron confirmar el diagnóstico clínico de Abelardo, pues al año

siguiente volví al colegio en mi sano juicio.

Nunca olvidé la alegría con que me recibieron de regreso en el colegio San

José y la admiración con que celebraron los globulitos de mi padre. Esta vez no

fui a vivir donde los Valdeblánquez, que ya no cabían en su casa por el

nacimiento de su segundo hijo, sino a la casa de don Eliécer García, un hermano

de mi abuela paterna, famoso por su bondad y su honradez. Trabajó en un banco

hasta la edad de retiro, y lo que más me conmovió fue su pasión eterna por la

lengua inglesa. La estudió a lo largo de su vida desde el amanecer, y en la noche

hasta muy tarde, como ejercicios cantados con muy buena voz y buen acento,

hasta que se lo permitió la edad. Los días de fiesta se iba al puerto a cazar turistas

para hablar con ellos, y llegó a tener tanto dominio como el que tuvo siempre en

castellano, pero su timidez le impidió hablarlo con nadie conocido. Sus tres hijos

varones, todos may ores que yo, y su hija Valentina, no pudieron escucharlo

jamás.

Por Valentina —que fue mi gran amiga y una lectora inspirada— descubrí la

existencia del movimiento Arena y Cielo, formado por un grupo de poetas

jóvenes que se habían propuesto renovar la poesía de la costa caribe con el buen

ejemplo de Pablo Neruda. En realidad eran una réplica local del grupo Piedra y

Cielo que reinaba por aquellos años en los cafés de poetas de Bogotá y en los

suplementos literarios dirigidos por Eduardo Carranza, a la sombra del español

Juan Ramón Jiménez, con la determinación saludable de arrasar con las hojas

muertas del siglo XIX. No eran más de media docena apenas salidos de la

adolescencia, pero habían irrumpido con tanta fuerza en los suplementos

literarios de la costa que empezaban a ser vistos como una gran promesa

artística.

El capitán de Arena y Cielo se llamaba César Augusto del Valle, de unos

veintidós años, que había llevado su ímpetu renovador no sólo a los temas y los

sentimientos sino también a la ortografía y las leyes gramaticales de sus poemas.

A los puristas les parecía un hereje, a los académicos les parecía un imbécil y a

los clásicos les parecía un energúmeno. La verdad, sin embargo, era que por

encima de su militancia contagiosa —como Neruda— era un romántico

incorregible.

Mi prima Valentina me llevó un domingo a la casa donde César vivía con sus

padres, en el barrio de San Roque, el más parrandero de la ciudad. Era de huesos

firmes, prieto y flaco, de grandes dientes de conejo y el cabello alborotado de los

poetas de su tiempo. Y, sobre todo, parrandero y desbraguetado. Su casa, de clase

media pobre, estaba tapizada de libros sin espacio para uno más. Su padre era un

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