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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Me llamó la atención que los curas me hablaban como si hubieran perdido la

razón, y yo les seguía la corriente. Otro motivo de alarma fue que inventé

parodias de los corales sacros con letras paganas que por fortuna nadie entendió.

Mi acudiente, de acuerdo con mis padres, me llevó con un especialista que me

hizo un examen agotador pero muy divertido, porque además de su rapidez

mental tenía una simpatía personal y un método irresistibles. Me hizo leer una

cartilla con frases enrevesadas que y o debía enderezar. Lo hice con tanto

entusiasmo, que el médico no resistió la tentación de inmiscuirse en mi juego, y

se nos ocurrieron pruebas tan ingeniosas que tomó notas para incorporarlas a sus

exámenes futuros. Al término de una indagatoria minuciosa de mis costumbres

me preguntó cuántas veces me masturbaba. Le contesté lo primero que se me

ocurrió: nunca me había atrevido. No me crey ó, pero me comentó como al

descuido que el miedo era un factor negativo para la salud sexual, y su misma

incredulidad me pareció más bien una incitación. Me pareció un hombre

estupendo, al que quise ver de adulto cuando y a era periodista en El Heraldo,

para que me contara las conclusiones privadas que había sacado de mi examen,

y lo único que supe fue que se había mudado a los Estados Unidos desde hacía

años. Uno de sus antiguos compañeros fue más explícito y me dijo con un gran

afecto que no tenía nada de raro que estuviera en un manicomio de Chicago,

porque siempre le pareció peor que sus pacientes.

El diagnóstico fue una fatiga nerviosa agravada por leer después de las

comidas. Me recomendó un reposo absoluto de dos horas durante la digestión, y

una actividad física más fuerte que los deportes de rigor. Todavía me sorprende la

seriedad con que mis padres y mis maestros tomaron sus órdenes. Me

reglamentaron las lecturas, y más de una vez me quitaron el libro cuando me

encontraron ley endo en clase por debajo del pupitre. Me dispensaron de las

materias difíciles y me obligaron a tener más actividad física de varias horas

diarias. Así, mientras los demás estaban en clase, yo jugaba solo en el patio de

basquetbol haciendo canastas bobas y recitando de memoria. Mis compañeros de

clase se dividieron desde el primer momento: los que en realidad pensaban que

había estado loco desde siempre, los que creían que me hacía el loco para gozar

la vida y los que siguieron tratándome sobre la base de que los locos eran los

maestros. De entonces viene la versión de que fui expulsado del colegio porque le

tiré un tintero al maestro de aritmética mientras escribía ejercicios de regla de

tres en el tablero. Por fortuna, papá lo entendió de un modo simple y decidió que

volviera a casa sin terminar el año ni gastarle más tiempo y dinero a una

molestia que sólo podía ser una afección hepática.

Para mi hermano Abelardo, en cambio, no había problemas de la vida que no

se resolvieran en la cama. Mientras mis hermanas me daban tratamientos de

compasión, él me enseñó la receta mágica desde que me vio entrar en su taller:

—A ti lo que te hace falta es una buena pierna.

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