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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Me pareció una exageración por la edad de mi hermano, pero cuando me lo

mostró me di cuenta de que era cierto. Luego saltó desnuda de la cama con una

gracia de ballet, y mientras se vestía me explicó que en la puerta siguiente de la

casa, a la izquierda, estaba don Eligió Molina. Por fin me preguntó:

—¿Es tu primera vez, no es cierto? El corazón me dio un salto.

—Qué va —le mentí—, llevo ya como siete.

—De todos modos —dijo ella con un gesto de ironía—, deberías decirle a tu

hermano que te enseñe un poquito.

El estreno me dio un impulso vital. Las vacaciones eran de diciembre a

febrero, y me pregunté cuántas veces dos pesos debería conseguir para volver

con ella. Mi hermano Luis Enrique, que ya era un veterano del cuerpo, se

reventaba de risa porque alguien de nuestra edad tuviera que pagar por algo que

hacían dos al mismo tiempo y los hacía felices a ambos.

Dentro del espíritu feudal de La Mojana, los señores de la tierra se

complacían en estrenar a las vírgenes de sus feudos y después de unas cuantas

noches de mal uso las dejaban a merced de su suerte. Había para escoger entre

las que salían a cazarnos en la plaza después de los bailes. Sin embargo, todavía

en aquellas vacaciones me causaban el mismo miedo que el teléfono y las veía

pasar como nubes en el agua. No tenía un instante de sosiego por la desolación

que me dejó en el cuerpo mi primera aventura casual. Todavía hoy no creo que

sea exagerado creer que ésa fuera la causa del ríspido estado de ánimo con que

regresé al colegio, y obnubilado por completo por un disparate genial del poeta

bogotano don José Manuel Marroquín, que enloquecía al auditorio desde la

primera estrofa:

Ahora que los ladros perran, ahora que los cantos gallan,

ahora que albando la toca las altas suenas campanan;

y que los rebuznos burran y que los gorjeos pajaran,

y que los silbos serenan y que los gruños marranan,

y que la aurorada rosa los extensos doros campa,

perlando líquidas viertas cual yo lagrimo derramas

y friando de tirito si bien el abrasa almada,

vengo a suspirar mis lanzos ventano de tus debajas.

No sólo introducía el desorden por donde pasaba recitando las ristras

interminables del poema, sino que aprendí a hablar con la fluidez de un nativo de

quién sabe dónde. Me sucedía con frecuencia: contestaba cualquier cosa, pero

casi siempre era tan extraña o divertida, que los maestros se escabullían. Alguien

debió inquietarse por mi salud mental, cuando le di en un examen una respuesta

acertada, pero indescifrable al primer golpe. No recuerdo que hubiera algo de

mala fe en esas bromas fáciles que a todos divertían.

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