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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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propias hijas. Abelardo, por su parte, resolvió su vida de otro modo, en un taller

de un solo espacio dividido por un cancel. Como sastre le fue bien, pero no tan

bien como le fue con su parsimonia de garañón, pues más era el tiempo que se le

iba bien acompañado en la cama detrás del cancel, que solo y aburrido en la

máquina de coser.

Mi padre tuvo en aquellas vacaciones la rara idea de prepararme para los

negocios. « Por si acaso» , me advirtió. Lo primero fue enseñarme a cobrar a

domicilio las deudas de la farmacia. Un día de ésos me mandó a cobrar varias de

La Hora, un burdel sin prejuicios en las afueras del pueblo.

Me asomé por la puerta entreabierta de un cuarto que daba a la calle, y vi a

una de las mujeres de la casa durmiendo la siesta en una cama de viento,

descalza y con una combinación que no alcanzaba a taparle los muslos. Antes de

que le hablara se sentó en la cama, me miró adormilada y me preguntó qué

quería. Le dije que llevaba un recado de mi padre para don Eligio Molina, el

propietario. Pero en vez de orientarme me ordenó que entrara y pusiera la tranca

en la puerta, y me hizo con el índice una señal que me lo dijo todo:

—Ven acá.

Allá fui, y a medida que me acercaba, su respiración afanada iba llenando el

cuarto como una creciente de río, hasta que pudo agarrarme del brazo con la

mano derecha y me deslizó la izquierda dentro de la bragueta. Sentí un terror

delicioso.

—Así que tú eres hijo del doctor de los globulitos —me dijo, mientras me

toqueteaba por dentro del pantalón con cinco dedos ágiles que se sentían como si

fueran diez. Me quitó el pantalón sin dejar de susurrarme palabras tibias en el

oído, se sacó la combinación por la cabeza y se tendió bocarriba en la cama con

sólo el calzón de flores coloradas—. Éste sí me lo quitas tú —me dijo—. Es tu

deber de hombre.

Le zafé la jareta, pero en la prisa no pude quitárselo, y tuvo que ay udarme

con las piernas bien estiradas y un movimiento rápido de nadadora. Después me

levantó en vilo por los sobacos y me puso encima de ella al modo académico del

misionero. El resto lo hizo de su cuenta, hasta que me morí solo encima de ella,

chapaleando en la sopa de cebollas de sus muslos de potranca.

Se reposó en silencio, de medio lado, mirándome fijo a los ojos y yo le

sostenía la mirada con la ilusión de volver a empezar, ahora sin susto y con más

tiempo. De pronto me dijo que no me cobraba los dos pesos de su servicio porque

yo no iba preparado. Luego se tendió bocarriba y me escrutó la cara.

—Además —me dijo—, eres el hermano juicioso de Luis Enrique, ¿no es

cierto? Tienen la misma voz.

Tuve la inocencia de preguntarle por qué lo conocía.

—No seas bobo —se rió ella—. Si hasta tengo aquí un calzoncillo suyo que le

tuve que lavar la última vez.

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