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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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que se planteaban sino por sus explicaciones atrevidas. En mi vida fue decisivo

para clarificar la concepción sobre el cielo y el infierno, que no lograba conciliar

con los datos del catecismo por simples obstáculos geográficos. Contra esos

dogmas el rector me alivió con sus ideas audaces. El cielo era, sin más

complicaciones teológicas, la presencia de Dios. El infierno, por supuesto, era lo

contrario. Pero en dos ocasiones me confesó su problema de que « de todos

modos en el infierno había fuego» , pero no lograba explicarlo. Más por esas

lecciones en los recreos que por las clases formales, terminé el año con el pecho

acorazado de medallas.

Mis primeras vacaciones en Sucre empezaron un domingo a las cuatro de la

tarde, en un muelle adornado con guirnaldas y globos de colores, y una plaza

convertida en un bazar de Pascua. No bien pisé tierra firme, una muchacha muy

bella, rubia y de una espontaneidad abrumadora se colgó de mi cuello y me

sofocó a besos. Era mi hermana Carmen Rosa, la hija de mi papá antes de su

matrimonio, que había ido a pasar una temporada con su familia desconocida.

También llegó en esa ocasión otro hijo de papá, Abelardo, un buen sastre de

oficio que instaló su taller a un lado de la plaza may or y fue mi maestro de vida

en la pubertad.

La casa nueva y recién amueblada tenía un aire de fiesta y un hermano

nuevo: Jaime, nacido en may o bajo el buen signo de Géminis, y además

seismesino. No lo supe hasta la llegada, pues los padres parecían resueltos a

moderar los nacimientos anuales, pero mi madre se apresuró a explicarme que

aquél era un tributo a santa Rita por la prosperidad que había entrado en la casa.

Estaba rejuvenecida y alegre, más cantora que siempre, y papá flotaba en un

aire de buen humor, con el consultorio repleto y la farmacia bien surtida, sobre

todo los domingos en que llegaban los pacientes de los montes vecinos. No sé si

supo nunca que aquella afluencia obedecía en efecto a su fama de buen curador,

aunque la gente del campo no se la atribuía a las virtudes homeopáticas de sus

globulitos de azúcar y sus aguas prodigiosas, sino a sus buenas artes de brujo.

Sucre estaba mejor que en el recuerdo, por la tradición de que en las fiestas

de Navidad la población se dividía en sus dos grandes barrios: Zulia, al sur, y

Congoveo, al norte. Aparte de otros desafíos secundarios, se establecía un

concurso de carrozas alegóricas que representaban en torneos artísticos la

rivalidad histórica de los barrios. En la Nochebuena, por fin, se concentraban en

la plaza principal, en medio de grandes controversias, y el público decidía cuál de

los dos barrios era el vencedor del año.

Carmen Rosa contribuy ó desde su llegada a un nuevo esplendor de la Pascua.

Era moderna y coqueta, y se hizo la dueña de los bailes con una cauda de

pretendientes alborotados. Mi madre, tan celosa de sus hijas, no lo era con ella, y

por el contrario le facilitaba los noviazgos que introdujeron una nota insólita en la

casa. Fue una relación de cómplices, como nunca la tuvo mi madre con sus

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