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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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ortografía. Al contrario de mi madre, que le escondía a papá algunas de mis

cartas para mantenerlo vivo, y otras me las devolvía corregidas y a veces con

sus parabienes por ciertos progresos gramaticales y el buen uso de las palabras.

Pero al cabo de dos años no hubo mejoras a la vista. Hoy mi problema sigue

siendo el mismo: nunca pude entender por qué se admiten letras mudas o dos

letras distintas con el mismo sonido, y tantas otras normas ociosas.

Fue así como me descubrí una vocación que me iba a acompañar toda la

vida: el gusto de conversar con alumnos mayores que y o. Aún hoy, en reuniones

de jóvenes que podrían ser mis nietos, tengo que hacer un esfuerzo para no

sentirme menor que ellos. Así me hice amigo de dos condiscípulos mayores que

más tarde fueron mis compañeros en trechos históricos de mi vida. El uno era

Juan B. Fernández, hijo de uno de los tres fundadores y propietarios del periódico

El Heraldo, en Barranquilla, donde hice mis primeros chapuzones de prensa, y

donde él se formó desde sus primeras letras hasta la dirección general. El otro

era Enrique Scopell, hijo de un fotógrafo cubano legendario en la ciudad, y él

mismo reportero gráfico. Sin embargo, mi gratitud con él no fue tanto por

nuestros trabajos comunes en la prensa, sino por su oficio de curtidor de pieles

salvajes que exportaba para medio mundo. En alguno de mis primeros viajes al

exterior me regaló la de un caimán de tres metros de largo.

—Esta piel cuesta un dineral —me dijo sin dramatismos—, pero te aconsejo

que no la vendas mientras no sientas que te vas a morir de hambre.

Todavía me pregunto hasta qué punto el sabio Quique Scopell sabía que estaba

dándome un amuleto eterno, pues en realidad habría tenido que venderla muchas

veces en mis años de faminas recurrentes. Sin embargo, todavía la conservo,

polvorienta y casi petrificada, porque desde que la llevo en la maleta por el

mundo entero no volvió a faltarme un centavo para comer.

Los maestros jesuítas, tan severos en clases, eran distintos en los recreos,

donde nos enseñaban lo que no decían dentro y se desahogaban con lo que en

realidad hubieran querido enseñar. Hasta donde era posible a mi edad, creo

recordar que esa diferencia se notaba demasiado y nos ayudaba más. El padre

Luis Posada, un cachaco muy joven de mentalidad progresista, que trabajó

muchos años en sectores sindicales, tenía un archivo de tarjetas con toda clase de

pistas enciclopédicas comprimidas, en especial sobre libros y autores. El padre

Ignacio Zaldívar era un vasco montañés que seguí frecuentando en Cartagena

hasta su buena vejez en el convento de San Pedro Claver. El padre Eduardo

Núñez tenía ya muy avanzada una historia monumental de la literatura

colombiana, de cuya suerte nunca tuve noticia. El viejo padre Manuel Hidalgo,

maestro de canto, y a muy may or, detectaba las vocaciones por su cuenta y se

permitía incursiones en músicas paganas que no estaban previstas.

Con el padre Pieschacón, el rector, tuve algunas charlas casuales, y de ellas

me quedó la certidumbre de que me veía como a un adulto, no sólo por los temas

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