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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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iniciáticos, se lucieron en campeonatos infantiles de natación.

Lo que me convirtió a Sucre en una población inolvidable fue el sentimiento

de libertad con que nos movíamos los niños en la calle. En dos o tres semanas

sabíamos quién vivía en cada casa, y nos comportábamos en ellas como

conocidos de siempre. Las costumbres sociales —simplificadas por el uso— eran

las de una vida moderna dentro de una cultura feudal: los ricos —ganaderos e

industriales del azúcar— en la plaza mayor, y los pobres donde pudieran. Para la

administración eclesiástica era un territorio de misiones con jurisdicción y

mando en un vasto imperio lacustre. En el centro de aquel mundo, la iglesia

parroquial, en la plaza mayor de Sucre, era una versión de bolsillo de la catedral

de Colonia, copiada de memoria por un párroco español doblado de arquitecto. El

manejo del poder era inmediato y absoluto. Todas las noches, después del

rosario, daban en la torre de la iglesia las campanadas correspondientes a la

calificación moral de la película anunciada en el cine contiguo, de acuerdo con el

catálogo de la Oficina Católica para el Cine. Un misionero de turno, sentado en la

puerta de su despacho, vigilaba el ingreso al teatro desde la acera de enfrente,

para sancionar a los infractores.

Mi gran frustración fue por la edad en que llegué a Sucre. Me faltaban

todavía tres meses para cruzar la línea fatídica de los trece años, y en la casa ya

no me soportaban como niño pero tampoco me reconocían como adulto, y en

aquel limbo de la edad terminé por ser el único de los hermanos que no aprendió

a nadar. No sabían si sentarme a la mesa de los pequeños o a la de los grandes.

Las mujeres del servicio ya no se cambiaban la ropa delante de mí ni con las

luces apagadas, pero una de ellas durmió desnuda varias veces en mi cama sin

perturbarme el sueño. No había tenido tiempo de saciarme con aquel desafuero

del libre albedrío cuando tuve que volver a Barranquilla en enero del año

siguiente para empezar el bachillerato, porque en Sucre no había un colegio

bastante para las calificaciones excelentes del maestro Casalins.

Al cabo de largas discusiones y consultas, con muy escasa participación mía,

mis padres se decidieron por el colegio San José de la Compañía de Jesús en

Barranquilla. No me explico de dónde sacaron tantos recursos en tan pocos

meses, si la farmacia y el consultorio homeopático estaban todavía por verse. Mi

madre dio siempre una razón que no requería pruebas: « Dios es muy grande» .

En los gastos de la mudanza debía de estar prevista la instalación y el sostén de la

familia, pero no mis avíos de colegio. De no tener sino un par de zapatos rotos y

una muda de ropa que usaba mientras me lavaban la otra, mi madre me equipó

de ropa nueva con un baúl del tamaño de un catafalco sin preveer que en seis

meses y a habría crecido una cuarta. Fue también ella quien decidió por su cuenta

que empezara a usar los pantalones largos, contra la disposición social acatada

por mi padre de que no podían llevarse mientras no se empezara a cambiar de

voz.

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