Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez
El gerente se ofuscó. La oficina entera estaba en vilo por un silenciodemasiado largo. Entonces mi madre se estiró en el asiento, juntó las rodillas queempezaban a temblarle, apretó la cartera en el regazo con las dos manos, y dijocon una determinación propia de sus grandes causas:—Pues de aquí no me muevo mientras no me lo resuelvan.El gerente quedó pasmado, y todo el personal suspendió el trabajo para mirara mi madre. Estaba impasible, con la nariz afilada, pálida y perlada de sudor. Sehabía quitado el luto de su padre, pero lo había asumido en aquel momentoporque le pareció el vestido más propio para aquella diligencia. El gerente novolvió a mirarla, sino que miró a sus empleados sin saber qué hacer, y al finexclamó para todos:—¡Esto no tiene precedentes!Mi madre no pestañeó. « Tenía las lágrimas atoradas en la garganta pero tuveque resistir porque habría quedado muy mal» , me contó. Entonces el gerente lepidió al empleado que le llevara los documentos a su oficina. Éste lo hizo, y a loscinco minutos volvió a salir, regañado y furioso, pero con todos los tiquetes enregla para viajar.La semana siguiente desembarcamos en la población de Sucre como sihubiéramos nacido en ella. Debía tener unos dieciséis mil habitantes, como tantosmunicipios del país en aquellos tiempos, y todos se conocían, no tanto por susnombres como por sus vidas secretas.No sólo el pueblo sino la región entera era un piélago de aguas mansas quecambiaban de colores por los mantos de flores que las cubrían según la época,según el lugar y según nuestro propio estado de ánimo. Su esplendor recordaba elde los remansos de ensueño del sudeste asiático. Durante los muchos años en quela familia vivió allí no hubo un solo automóvil. Habría sido inútil, pues las callesrectas de tierra aplanada parecían tiradas a cordel para los pies descalzos ymuchas casas tenían en las cocinas su muelle privado con las canoas domésticaspara el transporte local.Mi primera emoción fue la de una libertad inconcebible. Todo lo que a losniños nos había faltado o lo que habíamos añorado se nos puso de pronto alalcance de la mano. Cada quien comía cuando tenía hambre o dormía acualquier hora, y no era fácil ocuparse de nadie, pues a pesar del rigor de susleyes los adultos andaban tan embolatados con su tiempo personal que no lesalcanzaba para ocuparse ni de ellos mismos. La única condición de seguridadpara los niños fue que aprendieran a nadar antes de caminar, pues el puebloestaba dividido en dos por un caño de aguas oscuras que servía al mismo tiempode acueducto y albañal. Los echaban desde el primer año por los balcones de lascocinas, primero con salvavidas para que le perdieran el miedo al agua ydespués sin salvavidas para que le perdieran el respeto a la muerte. Añosdespués, mi hermano Jaime y mi hermana Ligia, que sobrevivieron a los riesgos
iniciáticos, se lucieron en campeonatos infantiles de natación.Lo que me convirtió a Sucre en una población inolvidable fue el sentimientode libertad con que nos movíamos los niños en la calle. En dos o tres semanassabíamos quién vivía en cada casa, y nos comportábamos en ellas comoconocidos de siempre. Las costumbres sociales —simplificadas por el uso— eranlas de una vida moderna dentro de una cultura feudal: los ricos —ganaderos eindustriales del azúcar— en la plaza mayor, y los pobres donde pudieran. Para laadministración eclesiástica era un territorio de misiones con jurisdicción ymando en un vasto imperio lacustre. En el centro de aquel mundo, la iglesiaparroquial, en la plaza mayor de Sucre, era una versión de bolsillo de la catedralde Colonia, copiada de memoria por un párroco español doblado de arquitecto. Elmanejo del poder era inmediato y absoluto. Todas las noches, después delrosario, daban en la torre de la iglesia las campanadas correspondientes a lacalificación moral de la película anunciada en el cine contiguo, de acuerdo con elcatálogo de la Oficina Católica para el Cine. Un misionero de turno, sentado en lapuerta de su despacho, vigilaba el ingreso al teatro desde la acera de enfrente,para sancionar a los infractores.Mi gran frustración fue por la edad en que llegué a Sucre. Me faltabantodavía tres meses para cruzar la línea fatídica de los trece años, y en la casa yano me soportaban como niño pero tampoco me reconocían como adulto, y enaquel limbo de la edad terminé por ser el único de los hermanos que no aprendióa nadar. No sabían si sentarme a la mesa de los pequeños o a la de los grandes.Las mujeres del servicio ya no se cambiaban la ropa delante de mí ni con lasluces apagadas, pero una de ellas durmió desnuda varias veces en mi cama sinperturbarme el sueño. No había tenido tiempo de saciarme con aquel desafuerodel libre albedrío cuando tuve que volver a Barranquilla en enero del añosiguiente para empezar el bachillerato, porque en Sucre no había un colegiobastante para las calificaciones excelentes del maestro Casalins.Al cabo de largas discusiones y consultas, con muy escasa participación mía,mis padres se decidieron por el colegio San José de la Compañía de Jesús enBarranquilla. No me explico de dónde sacaron tantos recursos en tan pocosmeses, si la farmacia y el consultorio homeopático estaban todavía por verse. Mimadre dio siempre una razón que no requería pruebas: « Dios es muy grande» .En los gastos de la mudanza debía de estar prevista la instalación y el sostén de lafamilia, pero no mis avíos de colegio. De no tener sino un par de zapatos rotos yuna muda de ropa que usaba mientras me lavaban la otra, mi madre me equipóde ropa nueva con un baúl del tamaño de un catafalco sin preveer que en seismeses y a habría crecido una cuarta. Fue también ella quien decidió por su cuentaque empezara a usar los pantalones largos, contra la disposición social acatadapor mi padre de que no podían llevarse mientras no se empezara a cambiar devoz.
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El gerente se ofuscó. La oficina entera estaba en vilo por un silencio
demasiado largo. Entonces mi madre se estiró en el asiento, juntó las rodillas que
empezaban a temblarle, apretó la cartera en el regazo con las dos manos, y dijo
con una determinación propia de sus grandes causas:
—Pues de aquí no me muevo mientras no me lo resuelvan.
El gerente quedó pasmado, y todo el personal suspendió el trabajo para mirar
a mi madre. Estaba impasible, con la nariz afilada, pálida y perlada de sudor. Se
había quitado el luto de su padre, pero lo había asumido en aquel momento
porque le pareció el vestido más propio para aquella diligencia. El gerente no
volvió a mirarla, sino que miró a sus empleados sin saber qué hacer, y al fin
exclamó para todos:
—¡Esto no tiene precedentes!
Mi madre no pestañeó. « Tenía las lágrimas atoradas en la garganta pero tuve
que resistir porque habría quedado muy mal» , me contó. Entonces el gerente le
pidió al empleado que le llevara los documentos a su oficina. Éste lo hizo, y a los
cinco minutos volvió a salir, regañado y furioso, pero con todos los tiquetes en
regla para viajar.
La semana siguiente desembarcamos en la población de Sucre como si
hubiéramos nacido en ella. Debía tener unos dieciséis mil habitantes, como tantos
municipios del país en aquellos tiempos, y todos se conocían, no tanto por sus
nombres como por sus vidas secretas.
No sólo el pueblo sino la región entera era un piélago de aguas mansas que
cambiaban de colores por los mantos de flores que las cubrían según la época,
según el lugar y según nuestro propio estado de ánimo. Su esplendor recordaba el
de los remansos de ensueño del sudeste asiático. Durante los muchos años en que
la familia vivió allí no hubo un solo automóvil. Habría sido inútil, pues las calles
rectas de tierra aplanada parecían tiradas a cordel para los pies descalzos y
muchas casas tenían en las cocinas su muelle privado con las canoas domésticas
para el transporte local.
Mi primera emoción fue la de una libertad inconcebible. Todo lo que a los
niños nos había faltado o lo que habíamos añorado se nos puso de pronto al
alcance de la mano. Cada quien comía cuando tenía hambre o dormía a
cualquier hora, y no era fácil ocuparse de nadie, pues a pesar del rigor de sus
leyes los adultos andaban tan embolatados con su tiempo personal que no les
alcanzaba para ocuparse ni de ellos mismos. La única condición de seguridad
para los niños fue que aprendieran a nadar antes de caminar, pues el pueblo
estaba dividido en dos por un caño de aguas oscuras que servía al mismo tiempo
de acueducto y albañal. Los echaban desde el primer año por los balcones de las
cocinas, primero con salvavidas para que le perdieran el miedo al agua y
después sin salvavidas para que le perdieran el respeto a la muerte. Años
después, mi hermano Jaime y mi hermana Ligia, que sobrevivieron a los riesgos