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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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días rescató el proyecto juvenil de instalar una farmacia múltiple en la población

de Sucre, un recodo idílico y próspero a una noche y un día de navegación desde

Barranquilla. Había estado allá en sus mocedades de telegrafista, y el corazón se

le encogía al recordar el viaje por canales crepusculares y ciénagas doradas, y

los bailes eternos. En una época se había obstinado en conseguir aquella plaza,

pero sin la suerte que tuvo para otras, como Aracataca, aún más apetecidas.

Volvió a pensar en ella unos cinco años después, cuando la tercera crisis del

banano, pero la encontró copada por los may oristas de Magangué. Sin embargo,

un mes antes de volver a Barranquilla se había encontrado por casualidad con

uno de ellos, que no sólo le pintó una realidad contraria, sino que le ofreció un

buen crédito para Sucre. No lo aceptó porque estaba a punto de conseguir el

sueño dorado de los Altos del Rosario, pero cuando lo sorprendió la sentencia de

la esposa, localizó al may orista de Magangué, que todavía andaba perdido por los

pueblos del río, y cerraron el trato.

Al cabo de unas dos semanas de estudios y arreglos con mayoristas amigos,

se fue con el aspecto y el talante restablecidos, y su impresión de Sucre resultó

tan intensa, que la dejó escrita en la primera carta: « La realidad fue mejor que

la nostalgia» . Alquiló una casa de balcón en la plaza principal y desde allí

recuperó las amistades de antaño que lo recibieron con las puertas abiertas. La

familia debía vender lo que se pudiera, empacar el resto, que no era mucho, y

llevárselo consigo en uno de los vapores que hacían el viaje regular del río

Magdalena. En el mismo correo mandó un giro bien calculado para los gastos

inmediatos, y anunció otro para los gastos de viaje. No puedo imaginarme unas

noticias más apetitosas para el carácter ilusorio de mi madre, así que su

contestación no sólo fue bien pensada para sustentar el ánimo del esposo, sino

para azucararle la noticia de que estaba encinta por octava vez.

Hice los trámites y reservaciones en el Capitán de Caro, un buque legendario

que hacía en una noche y medio día el tray ecto de Barranquilla a Magangué.

Luego proseguiríamos en lancha de motor por el río San Jorge y el caño idílico

de la Mojana hasta nuestro destino.

—Con tal de irnos de aquí, aunque sea para el infierno —exclamó mi madre,

que siempre desconfió del prestigio babilónico de Sucre—. No se debe dejar un

marido solo en un pueblo como ése.

Tanta prisa nos impuso, que desde tres días antes del viaje dormíamos por los

suelos, pues y a habíamos rematado las camas y cuantos muebles pudimos

vender. Todo lo demás estaba dentro de los cajones, y la plata de los pasajes

asegurada en algún escondrijo de mi madre, bien contada y mil veces vuelta a

contar.

El empleado que me atendió en las oficinas del buque era tan seductor que no

tuve que apretar las quijadas para entenderme con él. Tengo la seguridad

absoluta de que anoté al pie de la letra las tarifas que él me dictó con la dicción

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