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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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roban nada, porque y o misma dejo la plata donde sé que irán a buscarla cuando

estén en apuros» . En algún ataque de rabia le oí murmurar desesperada que Dios

debería permitir el robo de ciertas cosas para alimentar a los hijos.

El encanto personal de Luis Enrique para las travesuras era muy útil para

resolver problemas comunes, pero no alcanzó para hacerme cómplice de sus

pilatunas. Al contrario, se las arregló siempre para que no recayera sobre mí la

menor sospecha, y eso afianzó un afecto de verdad que duró para siempre.

Nunca le dejé saber, en cambio, cuánto envidiaba su audacia y cuánto sufría con

las cuerizas que le aplicaba papá. Mi comportamiento era muy distinto del suy o,

pero a veces me costaba trabajo moderar la envidia. En cambio, me inquietaba

la casa de los padres en Cataca, donde sólo me llevaban a dormir cuando me

iban a dar purgantes vermífugos o aceite de ricino. Tanto, que aborrecí las

monedas de a veinte centavos que me pagaban por la dignidad con que me los

tomaba.

Creo que el colmo de la desesperación de mi madre fue mandarme con una

carta para un hombre que tenía fama de ser el más rico y a la vez el filántropo

más generoso de la ciudad. Las noticias de su buen corazón se publicaban con

tanto despliegue como sus triunfos financieros. Mi madre le escribió una carta de

angustia sin ambages para solicitar una ay uda económica urgente no en su

nombre, pues ella era capaz de soportar cualquier cosa, sino por el amor de sus

hijos. Hay que haberla conocido para comprender lo que aquella humillación

significaba en su vida, pero la ocasión lo exigía. Me advirtió que el secreto debía

quedar entre nosotros dos, y así fue, hasta este momento en que lo escribo.

Toqué al portón de la casa, que tenía algo de iglesia, y casi al instante se abrió

un ventanuco por donde asomó una mujer de la que sólo recuerdo el hielo de sus

ojos. Recibió la carta sin decir una palabra y volvió a cerrar. Debían ser las once

de la mañana, y esperé sentado en el quicio hasta las tres de la tarde, cuando

decidí tocar otra vez en busca de una respuesta. La misma mujer volvió a abrir,

me reconoció sorprendida, y me pidió esperar un momento. La respuesta fue

que volviera el martes de la semana siguiente a la misma hora. Así lo hice, pero

la única respuesta fue que no habría ninguna antes de una semana. Debí volver

tres veces más, siempre para la misma respuesta, hasta un mes y medio después,

cuando una mujer más áspera que la anterior me contestó, de parte del señor,

que aquélla no era una casa de caridad.

Di vueltas por las calles ardientes tratando de encontrar el coraje para

llevarle a mi madre una respuesta que la pusiera a salvo de sus ilusiones. Ya a

plena noche, con el corazón adolorido, me enfrenté a ella con la noticia seca de

que el buen filántropo había muerto desde hacía varios meses. Lo que más me

dolió fue el rosario que rezó mi madre por el eterno descanso de su alma.

Cuatro o cinco años después, cuando escuchamos por radio la noticia

verdadera de que el filántropo había muerto el día anterior, me quedé petrificado

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