Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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hijos uno por uno con insecticida de cucarachas, en limpiezas a fondo que bautizócon un nombre de gran estirpe: la policía. Lo malo fue que no bien estábamoslimpios cuando y a empezábamos a cundirnos de nuevo, porque y o volvía acontagiarme en la escuela. Entonces mi madre decidió cortar por lo sano y meobligó a pelarme a coco. Fue un acto heroico aparecer el lunes en la escuela conun gorro de trapo, pero sobreviví con honor a las burlas de los compañeros ycoroné el año final con las calificaciones más altas. No volví a ver nunca almaestro Casalins pero me quedó la gratitud eterna.Un amigo de mi papá a quien nunca conocimos me consiguió un empleo devacaciones en una imprenta cercana a la casa. El sueldo era muy poco más quenada, y mi único estímulo fue la idea de aprender el oficio. Sin embargo, no mequedaba un minuto para ver la imprenta, porque el trabajo consistía en ordenarláminas litografiadas para que las encuadernaran en otra sección. Un consuelofue que mi madre me autorizó para que comprara con mi sueldo el suplementodominical de La Prensa que tenía las tiras cómicas de Tarzán, de Buck Rogers —que se llamaba Rogelio el Conquistador— y la de Mutt and Jeff —que sellamaban Benitín y Eneas—. En el ocio de los domingos aprendí a dibujarlos dememoria y continuaba por mi cuenta los episodios de la semana. Logréentusiasmar con ellos a algunos adultos de la cuadra y llegué a venderlos hastapor dos centavos.El empleo era fatigante y estéril, y por mucho que me esmerara, losinformes de mis superiores me acusaban de falta de entusiasmo en el trabajo.Debió ser por consideración a mi familia que me relevaron de la rutina del tallery me nombraron repartidor callejero de láminas de propaganda de un jarabepara la tos recomendado por los más famosos artistas de cine. Me pareció bien,porque los volantes eran preciosos, con fotos de los actores a todo color y enpapel satinado. Sin embargo, desde el principio caí en la cuenta de que repartirlosno era tan fácil como yo pensaba, porque la gente los veía con recelo por serregalados, y la mayoría se crispaba para no recibirlos como si estuvieranelectrificados. Los primeros días regresé al taller con los sobrantes para que melos completaran. Hasta que me encontré con unos condiscípulos de Aracataca,cuy a madre se escandalizó de verme en aquel oficio que le pareció de mendigos.Me regañó casi a gritos por andar en la calle con unas sandalias de trapo que mimadre me había comprado para no gastar los botines de pontifical.—Dile a Luisa Márquez —me dijo— que piense en lo que dirían sus padres sivieran a su nieto preferido repartiendo propaganda para tísicos en el mercado.No transmití el mensaje para ahorrarle disgustos a mi madre, pero lloré derabia y de vergüenza en mi almohada durante varias noches. El final del dramafue que no volví a repartir los volantes, sino que los echaba en los caños delmercado sin prever que eran de aguas mansas y el papel satinado se quedabaflotando hasta formar en la superficie una colcha de hermosos colores que se

convirtió en un espectáculo insólito desde el puente.Algún mensaje de sus muertos debió recibir mi madre en un sueño revelador,porque antes de dos meses me sacó de la imprenta sin explicaciones. Yo meoponía por no perder la edición dominical de La Prensa que recibíamos enfamilia como una bendición del cielo, pero mi madre la siguió comprandoaunque tuviera que echar una papa menos en la sopa. Otro recurso salvador fuela cuota de consuelo que durante los meses más ásperos nos mandó tío Juanito.Seguía viviendo en Santa Marta con sus escasas ganancias de contadorjuramentado, y se impuso el deber de mandarnos una carta cada semana condos billetes de a peso. El capitán de la lancha Aurora, viejo amigo de la familia,me la entregaba a las siete de la mañana, y y o regresaba a casa con un mercadobásico para varios días.Un miércoles no pude hacer el mandado y mi madre se lo encomendó a LuisEnrique, que no resistió a la tentación de multiplicar los dos pesos en la máquinade monedas de una cantina de chinos. No tuvo la determinación de parar cuandoperdió las dos primeras fichas, y siguió tratando de recuperarlas hasta que perdióhasta la penúltima moneda. « Fue tal el pánico —me contó y a de adulto— quetomé la decisión de no volver nunca más a la casa» . Pues sabía bien que los dospesos alcanzaban para el mercado básico de una semana. Por fortuna, con laúltima ficha sucedió algo en la máquina que se estremeció con un temblor defierros en las entrañas y vomitó en un chorro imparable las fichas completas delos dos pesos perdidos. « Entonces me iluminó el diablo —me contó Luis Enrique— y me atreví a arriesgar una ficha más» . Ganó. Arriesgó otra y ganó, y otra yotra y ganó. « El susto de entonces era más grande que el de haber perdido y seme aflojaron las tripas —me contó—, pero seguí jugando» . Al final habíaganado dos veces los dos pesos originales en monedas de a cinco, y no se atrevióa cambiarlas por billetes en la caja por temor de que el chino lo enredara enalgún cuento chino. Le abultaban tanto en los bolsillos que antes de darle a mamálos dos pesos de tío Juanito en monedas de a cinco, enterró en el fondo del patiolos cuatro ganados por él, donde solía esconder cuanto centavo encontraba fuerade lugar. Se los gastó poco a poco sin confesarle a nadie el secreto hasta muchosaños después, y atormentado por haber caído en la tentación de arriesgar losúltimos cinco centavos en la tienda del chino.Su relación con el dinero era muy personal. En una ocasión en que mi madrelo sorprendió rasguñando en su cartera la plata del mercado, su defensa fue algobárbara pero lúcida: la plata que uno saca sin permiso de las carteras de lospadres no puede ser un robo, porque es la misma plata de todos, que nos nieganpor la envidia de no poder hacer con ella lo que hacen los hijos. Llegué adefender su argumento hasta el extremo de confesar que y o mismo habíasaqueado los escondites domésticos por necesidades urgentes. Mi madre perdiólos estribos. « No sean tan insensatos —casi me gritó—: ni tú ni tu hermano me

convirtió en un espectáculo insólito desde el puente.

Algún mensaje de sus muertos debió recibir mi madre en un sueño revelador,

porque antes de dos meses me sacó de la imprenta sin explicaciones. Yo me

oponía por no perder la edición dominical de La Prensa que recibíamos en

familia como una bendición del cielo, pero mi madre la siguió comprando

aunque tuviera que echar una papa menos en la sopa. Otro recurso salvador fue

la cuota de consuelo que durante los meses más ásperos nos mandó tío Juanito.

Seguía viviendo en Santa Marta con sus escasas ganancias de contador

juramentado, y se impuso el deber de mandarnos una carta cada semana con

dos billetes de a peso. El capitán de la lancha Aurora, viejo amigo de la familia,

me la entregaba a las siete de la mañana, y y o regresaba a casa con un mercado

básico para varios días.

Un miércoles no pude hacer el mandado y mi madre se lo encomendó a Luis

Enrique, que no resistió a la tentación de multiplicar los dos pesos en la máquina

de monedas de una cantina de chinos. No tuvo la determinación de parar cuando

perdió las dos primeras fichas, y siguió tratando de recuperarlas hasta que perdió

hasta la penúltima moneda. « Fue tal el pánico —me contó y a de adulto— que

tomé la decisión de no volver nunca más a la casa» . Pues sabía bien que los dos

pesos alcanzaban para el mercado básico de una semana. Por fortuna, con la

última ficha sucedió algo en la máquina que se estremeció con un temblor de

fierros en las entrañas y vomitó en un chorro imparable las fichas completas de

los dos pesos perdidos. « Entonces me iluminó el diablo —me contó Luis Enrique

— y me atreví a arriesgar una ficha más» . Ganó. Arriesgó otra y ganó, y otra y

otra y ganó. « El susto de entonces era más grande que el de haber perdido y se

me aflojaron las tripas —me contó—, pero seguí jugando» . Al final había

ganado dos veces los dos pesos originales en monedas de a cinco, y no se atrevió

a cambiarlas por billetes en la caja por temor de que el chino lo enredara en

algún cuento chino. Le abultaban tanto en los bolsillos que antes de darle a mamá

los dos pesos de tío Juanito en monedas de a cinco, enterró en el fondo del patio

los cuatro ganados por él, donde solía esconder cuanto centavo encontraba fuera

de lugar. Se los gastó poco a poco sin confesarle a nadie el secreto hasta muchos

años después, y atormentado por haber caído en la tentación de arriesgar los

últimos cinco centavos en la tienda del chino.

Su relación con el dinero era muy personal. En una ocasión en que mi madre

lo sorprendió rasguñando en su cartera la plata del mercado, su defensa fue algo

bárbara pero lúcida: la plata que uno saca sin permiso de las carteras de los

padres no puede ser un robo, porque es la misma plata de todos, que nos niegan

por la envidia de no poder hacer con ella lo que hacen los hijos. Llegué a

defender su argumento hasta el extremo de confesar que y o mismo había

saqueado los escondites domésticos por necesidades urgentes. Mi madre perdió

los estribos. « No sean tan insensatos —casi me gritó—: ni tú ni tu hermano me

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