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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Semana Santa, cuando dos hermanos menores contrajeron una varicela

perniciosa, no tuvimos modo de comunicarnos con él porque ni los baquianos

más diestros sabían de su rastro.

Fue en aquellos meses cuando entendí en la vida real una de las palabras más

usadas por mis abuelos: la pobreza. Yo la interpretaba como la situación que

vivíamos en su casa desde que empezó a desmantelarse la compañía bananera.

Se quejaban de ella a todas horas. Ya no eran dos y hasta tres turnos en la mesa,

como antes, sino un turno único. Por no renunciar al rito sagrado de los

almuerzos, aun cuando ya no tenían recursos para mantenerlos, terminaron por

comprar la comida en las fondas del mercado, que era buena y mucho más

barata, y con la sorpresa de que a los niños nos gustaba más. Pero se acabaron

para siempre cuando Mina supo que algunos comensales asiduos resolvieron no

volver a casa porque y a no se comía tan bien como antes.

La pobreza de mis padres en Barranquilla, por el contrario, era agotadora,

pero me permitió la fortuna de hacer una relación excepcional con mi madre.

Sentía por ella, más que el amor filial comprensible, una admiración pasmosa

por su carácter de leona callada pero feroz frente a la adversidad, y por su

relación con Dios, que no parecía de sumisión sino de combate. Dos virtudes

ejemplares que le infundieron en la vida una confianza que nunca le falló. En los

peores momentos se reía de sus propios recursos providenciales. Como la vez en

que compró una rodilla de buey y la hirvió día tras día para el caldo cotidiano

cada vez más aguado, hasta que y a no dio para más. Una noche de tempestad

pavorosa se gastó la manteca de cerdo de todo el mes para hacer mechones de

trapo, pues la luz se fue hasta el amanecer y ella misma les había inculcado a los

menores el miedo a la oscuridad para que no se movieran de la cama.

Mis padres visitaban al principio a las familias amigas emigradas de

Aracataca por la crisis del banano y el deterioro del orden público. Eran visitas

circulares en las que se giraba siempre sobre los temas de la desgracia que se

había cebado en el pueblo. Pero cuando la pobreza nos apretó a nosotros en

Barranquilla no volvimos a quejarnos en casa ajena. Mi madre redujo su

reticencia a una sola frase: « La pobreza se nota en los ojos» .

Hasta los cinco años, la muerte había sido para mí un fin natural que les

sucedía a los otros. Las delicias del cielo y los tormentos del infierno sólo me

parecían lecciones para aprender de memoria en el catecismo del padre Astete.

Nada tenían que ver conmigo, hasta que aprendí de soslay o en un velorio que los

piojos estaban escapando del cabello del muerto y caminaban sin rumbo por las

almohadas. Lo que me inquietó desde entonces no fue el miedo de la muerte sino

la vergüenza de que también a mí se me escaparan los piojos a la vista de mis

deudos en mi velorio. Sin embargo, en la escuela primaria de Barranquilla no me

di cuenta de que estaba cundido de piojos hasta que ya había contagiado a toda la

familia. Mi madre dio entonces una prueba más de su carácter. Desinfectó a los

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