Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez
La primera noticia de papá nos llegó a las dos semanas en una carta másdestinada a entretenernos que a informarnos de nada. Mi madre lo entendió así yaquel día lavó los platos cantando para subirnos la moral. Sin mi papá era distinta:se identificaba con las hijas como si fuera una hermana may or. Se acomodaba aellas tan bien que era la mejor en los juegos infantiles, aun con las muñecas, yllegaba a perder los estribos y se peleaba con ellas de igual a igual. En el mismosentido de la primera llegaron otras dos cartas de mi papá con proy ectos tanpromisorios que nos ay udaron a dormir mejor.Un problema grave era la rapidez con que se nos quedaba la ropa. A LuisEnrique no lo heredaba nadie, ni hubiera sido posible porque llegaba de la callearrastrado y con el vestido en piltrafas, y nunca entendimos por qué. Mi madredecía que era como si caminara por entre alambradas de púas. Las hermanas —entre siete y nueve años— se las arreglaban unas con otras como podían conprodigios de ingenio, y siempre he creído que las urgencias de aquellos días lasvolvieron adultas prematuras. Aída era recursiva y Margot había superado engran parte su timidez y se mostró cariñosa y servicial con la recién nacida. Elmás difícil fui y o, no sólo porque tenía que hacer diligencias distinguidas, sinoporque mi madre, protegida por el entusiasmo de todos, asumió el riesgo demermar los fondos domésticos para matricularme en la escuela Cartagena deIndias, a unas diez cuadras a pie desde la casa.De acuerdo con la convocatoria, unos veinte aspirantes acudimos a las ochode la mañana para el concurso de ingreso. Por fortuna no era un examen escrito,sino que había tres maestros que nos llamaban en el orden en que nos habíamosinscrito la semana anterior, y hacían un examen sumario de acuerdo connuestros certificados de estudios anteriores. Yo era el único que no los tenía, porfalta de tiempo para pedirlos al Montessori y a la escuela primaria de Aracataca,y mi madre pensaba que no sería admitido sin papeles. Pero decidí hacerme elloco. Uno de los maestros me sacó de la fila cuando le confesé que no los tenía,pero otro se hizo cargo de mi suerte y me llevó a su oficina para examinarme sinrequisito previo. Me preguntó qué cantidad era una gruesa, cuántos años eran unlustro y un milenio, me hizo repetir las capitales de los departamentos, losprincipales ríos nacionales y los países limítrofes. Todo me pareció de rutinahasta que me preguntó qué libros había leído. Le llamó la atención que citaratantos y tan variados a mi edad, y que hubiera leído Las mil y una noches, en unaedición para adultos en la que no se habían suprimido algunos de los episodiosescabrosos que escandalizaban al padre Angarita. Me sorprendió saber que eraun libro importante, pues siempre había pensado que los adultos serios no podíancreer que salieran genios de las botellas o que las puertas se abrieran al conjurode las palabras. Los aspirantes que habían pasado antes de mí no habían tardadomás de un cuarto de hora cada uno, admitidos o rechazados, y yo estuve más demedia hora conversando con el maestro sobre toda clase de temas. Revisamos
juntos un estante de libros apretujados detrás de su escritorio, en el que sedistinguía por su número y esplendor El tesoro de la juventud, del cual había oídohablar, pero el maestro me convenció de que a mi edad era más útil el Quijote.No lo encontró en la biblioteca, pero me prometió prestármelo más tarde. Alcabo de media hora de comentarios rápidos sobre Simbad el Marino o RobinsonCrusoe, me acompañó hasta la salida sin decirme si estaba admitido. Pensé queno, por supuesto, pero en la terraza me despidió con un apretón de mano hasta ellunes a las ocho de la mañana, para matricularme en el curso superior de laescuela primaria: el cuarto año.Era el director general. Se llamaba Juan Ventura Casalins y lo recuerdo comoa un amigo de la infancia, sin nada de la imagen terrorífica que se tenía de losmaestros de la época. Su virtud inolvidable era tratarnos a todos como adultosiguales, aunque todavía me parece que se ocupaba de mí con una atenciónparticular. En las clases solía hacerme más preguntas que a los otros, Y meay udaba para que mis respuestas fueran certeras y fáciles. Me permitíallevarme los libros de la biblioteca escolar para leerlos en casa. Dos de ellos, Laisla del tesoro y El conde de Montecristo, fueron mi droga feliz en aquellos añospedregosos. Los devoraba letra por letra con la ansiedad de saber qué pasaba enla línea siguiente y al mismo tiempo con la ansiedad de no saberlo para noromper el encanto. Con ellos, como con Las mil y una noches, aprendí para noolvidarlo nunca que sólo deberían leerse los libros que nos fuerzan a releerlos.En cambio, mi lectura del Quijote me mereció siempre un capítulo aparte,porque no me causó la conmoción prevista por el maestro Casalins. Me aburríanlas peroratas sabias del caballero andante y no me hacían la menor gracia lasburradas del escudero, hasta el extremo de pensar que no era el mismo libro deque tanto se hablaba. Sin embargo, me dije que un maestro tan sabio como elnuestro no podía equivocarse, y me esforcé por tragármelo como un purgante acucharadas. Hice otras tentativas en el bachillerato, donde tuve que estudiarlocomo tarea obligatoria, y lo aborrecí sin remedio, hasta que un amigo meaconsejó que lo pusiera en la repisa del inodoro y tratara de leerlo mientrascumplía con mis deberes cotidianos. Sólo así lo descubrí, como una deflagración,y lo gocé al derecho y al revés hasta recitar de memoria episodios enteros.Aquella escuela providencial me dejó además recuerdos históricos de unaciudad y una época irrecuperables. Era la única casa en la cúspide de una colinaverde, desde cuy a terraza se divisaban los dos extremos del mundo. A laizquierda, el barrio del Prado, el más distinguido y caro, que desde la primeravisión me pareció una copia fiel del gallinero electrificado de la United FruitCompany. No era casual: lo estaba construy endo una empresa de urbanistasnorteamericanos con sus gustos y normas y precios importados, y era unaatracción turística infalible para el resto del país. A la derecha, en cambio, el
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juntos un estante de libros apretujados detrás de su escritorio, en el que se
distinguía por su número y esplendor El tesoro de la juventud, del cual había oído
hablar, pero el maestro me convenció de que a mi edad era más útil el Quijote.
No lo encontró en la biblioteca, pero me prometió prestármelo más tarde. Al
cabo de media hora de comentarios rápidos sobre Simbad el Marino o Robinson
Crusoe, me acompañó hasta la salida sin decirme si estaba admitido. Pensé que
no, por supuesto, pero en la terraza me despidió con un apretón de mano hasta el
lunes a las ocho de la mañana, para matricularme en el curso superior de la
escuela primaria: el cuarto año.
Era el director general. Se llamaba Juan Ventura Casalins y lo recuerdo como
a un amigo de la infancia, sin nada de la imagen terrorífica que se tenía de los
maestros de la época. Su virtud inolvidable era tratarnos a todos como adultos
iguales, aunque todavía me parece que se ocupaba de mí con una atención
particular. En las clases solía hacerme más preguntas que a los otros, Y me
ay udaba para que mis respuestas fueran certeras y fáciles. Me permitía
llevarme los libros de la biblioteca escolar para leerlos en casa. Dos de ellos, La
isla del tesoro y El conde de Montecristo, fueron mi droga feliz en aquellos años
pedregosos. Los devoraba letra por letra con la ansiedad de saber qué pasaba en
la línea siguiente y al mismo tiempo con la ansiedad de no saberlo para no
romper el encanto. Con ellos, como con Las mil y una noches, aprendí para no
olvidarlo nunca que sólo deberían leerse los libros que nos fuerzan a releerlos.
En cambio, mi lectura del Quijote me mereció siempre un capítulo aparte,
porque no me causó la conmoción prevista por el maestro Casalins. Me aburrían
las peroratas sabias del caballero andante y no me hacían la menor gracia las
burradas del escudero, hasta el extremo de pensar que no era el mismo libro de
que tanto se hablaba. Sin embargo, me dije que un maestro tan sabio como el
nuestro no podía equivocarse, y me esforcé por tragármelo como un purgante a
cucharadas. Hice otras tentativas en el bachillerato, donde tuve que estudiarlo
como tarea obligatoria, y lo aborrecí sin remedio, hasta que un amigo me
aconsejó que lo pusiera en la repisa del inodoro y tratara de leerlo mientras
cumplía con mis deberes cotidianos. Sólo así lo descubrí, como una deflagración,
y lo gocé al derecho y al revés hasta recitar de memoria episodios enteros.
Aquella escuela providencial me dejó además recuerdos históricos de una
ciudad y una época irrecuperables. Era la única casa en la cúspide de una colina
verde, desde cuy a terraza se divisaban los dos extremos del mundo. A la
izquierda, el barrio del Prado, el más distinguido y caro, que desde la primera
visión me pareció una copia fiel del gallinero electrificado de la United Fruit
Company. No era casual: lo estaba construy endo una empresa de urbanistas
norteamericanos con sus gustos y normas y precios importados, y era una
atracción turística infalible para el resto del país. A la derecha, en cambio, el