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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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de nadie. Al contrario, exageraba mi condición de minusválido para eludir

deberes. Sin embargo, mi padre se saltó la ciencia a la torera y antes de irse me

proclamó responsable de casa y familia durante su ausencia:

—Como si fuera y o mismo.

El día del viaje nos reunió en la sala, nos dio instrucciones y regaños

preventivos por lo que pudiéramos hacer mal en ausencia suy a, pero nos dimos

cuenta de que eran artimañas para no llorar. Nos dio una moneda de cinco

centavos a cada uno, que era una pequeña fortuna para cualquier niño de

entonces, y nos prometió cambiárnoslas por dos iguales si las teníamos intactas a

su regreso. Por último se dirigió a mí con un tono evangélico:

—En tus manos los dejo, en tus manos los encuentre.

Me partió el alma verlo salir de la casa con las polainas de montar y las

alforjas al hombro, y fui el primero que se rindió a las lágrimas cuando nos miró

por última vez antes de doblar la esquina y se despidió con la mano. Sólo

entonces, y para siempre, me di cuenta de cuánto lo quería.

No fue difícil cumplir su encargo. Mi madre empezaba a acostumbrarse a

aquellas soledades intempestivas e inciertas y las manejaba a disgusto pero con

una gran facilidad. La cocina y el orden de la casa hicieron necesario que hasta

los menores ay udaran en las tareas domésticas, y lo hicieron bien. Por esa época

tuve mi primer sentimiento de adulto cuando me di cuenta de que mis hermanos

empezaron a tratarme como a un tío.

Nunca logré manejar la timidez. Cuando tuve que afrontar en carne viva la

encomienda que nos dejó el padre errante, aprendí que la timidez es un fantasma

invencible. Cada vez que debía solicitar un crédito, aun de los acordados de

antemano en tiendas de amigos, me demoraba horas alrededor de la casa,

reprimiendo las ganas de llorar y los apremios del vientre, hasta que me atrevía

por fin con las mandíbulas tan apretadas que no me salía la voz. No faltaba algún

tendero sin corazón que acabara de aturdirme: « Niño pendejo, no se puede

hablar con la boca cerrada» . Más de una vez regrese a casa con las manos

vacías y una excusa inventada por mí. Pero nunca volví a ser tan desgraciado

como la primera vez que quise hablar por teléfono en la tienda de la esquina. El

dueño me ay udó con la operadora, pues aún no existía el servicio automático.

Sentí el soplo de la muerte cuando me dio la bocina. Esperaba una voz servicial y

lo que oí fue el ladrido de alguien que hablaba en la oscuridad al mismo tiempo

que yo. Pensé que mi interlocutor tampoco me entendía y alcé la voz hasta

donde pude. El otro, enfurecido, elevó también la suya:

—¡Y tú, por qué carajo me gritas!

Colgué aterrado. Debo admitir que a pesar de mi fiebre de comunicación

tengo que reprimir todavía el pavor al teléfono y al avión, y no sé si me venga de

aquellos días. ¿Cómo podía llegar a hacer algo? Por fortuna, mamá repetía a

menudo la respuesta: « Hay que sufrir para servir» .

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