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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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corriente, pero el misterio de la hermana idéntica quedó flotando en las casas,

porque llegó a pensarse que fuera la misma Mujer X devuelta a la vida por artes

de brujería. Las puertas se cerraban con trancas y parapetos de muebles para

impedir que entrara en la noche el asesino fugado de la cárcel con recursos de

magia. En los barrios de ricos se pusieron de moda los perros de caza

amaestrados contra asesinos capaces de atravesar paredes. En realidad, mi

madre no logró superar el miedo hasta que los vecinos la convencieron de que la

casa del Barrio Abajo no había sido construida en tiempos de la Mujer X.

El 10 de julio de 1939 mi madre dio a luz una niña con un bello perfil de india,

a la que bautizaron con el nombre de Rita por la devoción inagotable que se tenía

en la casa por santa Rita de Casia, fundada, entre otras muchas gracias, en la

paciencia con que sobrellevó el mal carácter del marido extraviado. Mi madre

nos contaba que éste llegó una noche a su casa, enloquecido por el alcohol, un

minuto después de que una gallina había plantado su cagarruta en la mesa del

comedor. Sin tiempo de limpiar el mantel inmaculado, la esposa alcanzó a taparla

con un plato para evitar que la viera el marido, y se apresuró a distraerlo con la

pregunta de rigor:

—¿Qué quieres comer?

El hombre soltó un gruñido:

—Mierda.

La esposa levantó entonces el plato y le dijo con su santa dulzura:

—Aquí la tienes.

La historia dice que el propio marido se convenció entonces de la santidad de

la esposa y se convirtió a la fe de Cristo.

La nueva botica de Barranquilla fue un fracaso espectacular, atenuado

apenas por la rapidez con que mi padre lo presintió. Después de varios meses de

defenderse al por menor, abriendo dos huecos para tapar uno, se reveló más

errático de lo que parecía hasta entonces. Un día hizo sus alforjas y se fue a

buscar las fortunas yacentes en los pueblos menos pensados del río Magdalena.

Antes de irse me llevó con sus socios y amigos y les hizo saber con una cierta

solemnidad que a falta de él estaría yo. Nunca supe si lo dijo en chanza, como le

gustaba decirlo aun en ocasiones graves, o si lo dijo en serio como le divertía

decirlo en ocasiones banales. Supongo que cada quien lo entendió como quiso,

pues a los doce años yo era raquítico y pálido y apenas bueno para dibujar y

cantar. La mujer que nos fiaba la leche le dijo a mi madre delante de todos, y de

mí, sin una pizca de maldad:

—Perdone que se lo diga, señora, pero creo que este niño no se le va a criar.

El susto me dejó por largo tiempo a la espera de una muerte repentina, y

soñaba a menudo que al mirarme en el espejo no me veía a mí mismo sino a un

ternero de vientre. El médico de la escuela me diagnosticó paludismo, amigdalitis

y bilis negra por el abuso de lecturas mal dirigidas. No traté de aliviar la alarma

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