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Albert Camus El extranjero 9<br />
III<br />
Hoy trabajé mucho en la oficina. El patrón estuvo amable. Me preguntó si no estaba demasiado<br />
cansado y quiso saber también la edad de mamá. Dije «alrededor de los sesenta» para no<br />
equivocarme y no sé por qué pareció quedar aliviado y considerar que era un asunto concluido.<br />
Sobre mi mesa se apilaba un montón de conocimientos y tuve que examinarlos todos. Antes de<br />
abandonar la oficina para ir a almorzar me lavé las manos. Me gusta mucho ese momento a<br />
mediodía. Por la tarde encuentro menos placer porque la toalla sin fin que utilizamos está<br />
completamente húmeda; ha servido durante toda la jornada. Un día se lo hice notar al patrón. Me<br />
respondió que era de lamentar, pero que asimismo era un detalle sin importancia. Salí un poco<br />
tarde, a las doce y media, con Manuel, que trabaja en la expedición. La oficina da al mar y<br />
perdimos un momento mirando los barcos de carga en el puerto ardiente de sol. En ese instante<br />
llegó un camión en medio de un estrépito de cadenas y explosiones. Manuel me preguntó:<br />
«¿Vamos?», y eché a correr. El camión nos dejó atrás y nos lanzamos en su persecución. El ruido<br />
y el polvo me ahogaban. No veía nada más y no sentía otra cosa que el desordenado impulso de<br />
la carrera, en medio de los tornos y de las máquinas, de los mástiles que danzaban en el horizonte<br />
y de los cabos que esquivábamos. Fui el primero en tomar apoyo y salté al vuelo. Luego ayudé a<br />
Manuel a sentarse. Estábamos sin resuello. El camión saltaba sobre el pavimento desparejo del<br />
muelle, en medio del polvo y del sol. Manuel reía hasta perder el aliento.<br />
Llegamos empapados a casa de Celeste. Allí estaba como siempre, con el vientre abultado, el<br />
delantal y los bigotes blancos. Me preguntó si «andaba bien a pesar de todo.» Le dije que sí y que<br />
tenía hambre. Comí rápidamente y tomé café. Luego volví a mi casa; dormí un poco porque había<br />
bebido demasiado vino, y al despertar tuve ganas de fumar. Era tarde, y corrí para alcanzar un<br />
tranvía. Trabajé toda la tarde. Hacía mucho calor en la oficina y cuando salí al atardecer me sentí<br />
feliz caminando de vuelta lentamente a lo largo de los muelles. El cielo estaba verde. Me sentía<br />
contento. Sin embargo, volví directamente a mi casa porque quería prepararme unas papas<br />
hervidas.<br />
Al subir topé en la escalera oscura con el viejo Salamano, mi vecino de piso. Estaba con su<br />
perro. Hace ocho años que se los ve juntos. El podenco tiene una enfermedad en la piel, creo que<br />
sarna, que le hace perder casi todo el pelo y lo cubre de placas y costras oscuras. A fuerza de vivir<br />
con él, solos los dos en una pequeña habitación, el viejo Salamano ha concluido por parecérsele.<br />
Tiene costras rojizas en el rostro y pelo amarillo y escaso. A su vez el perro ha tomado del amo<br />
una especie de andar encorvado, con el hocico hacia adelante y el cuello tendido. Parecen de la<br />
misma raza y, sin embargo, se detestan. Dos veces por día, a once y a las seis, el viejo lleva el<br />
perro a pasear. Desde hace ocho años no han cambiado el itinerario. Puede vérseles a lo largo de<br />
la calle de Lyon, el perro tirando hombre hasta que el viejo Salamano tropieza. Entonces pega al<br />
perro y lo insulta. El perro se arrastra de terror y se deja arrastrar. Y el viejo debe tirar de él.<br />
Cuando el perro ha olvidado, aplasta de nuevo al amo y de nuevo el amo le pega y lo insulta.<br />
Entonces quedan los dos en la acera y se miran, el perro con terror, el hombre con odio. Así todos<br />
los días. Cuando el perro quiere orinar, el viejo no le da tiempo y tira; el podenco siembra tras sí un<br />
reguero de gotitas. Si por casualidad el perro lo hace en la habitación, entonces también le pega.<br />
Hace ocho años que ocurre lo mismo. Celeste dice siempre que «es una desgracia», pero, en el<br />
fondo, no se puede saber. Cuando lo encontré en la escalera, Salamano estaba insultando al<br />
perro. Le decía: «¡Cochino! ¡Carroña!», y el perro gemía. Dije: «Buenas tardes», pero el viejo<br />
continuó con los insultos. Entonces le pregunté qué le había hecho el perro. No me respondió.<br />
Decía solamente: «¡Cochino! ¡Carroña!» Me lo imaginaba, inclinado sobre el perro, arreglando<br />
alguna cosa en el collar. Hablé más alto. Entonces me respondió sin volverse, con una especie de<br />
rabia contenida: «Se queda siempre ahí.» Y se marchó tirando del animal, que se dejaba arrastrar<br />
sobre las cuatro patas y gemía.<br />
En ese mismo momento entró el segundo vecino de piso. En el barrio se dice que vive de las<br />
mujeres. Sin embargo, cuando se le pregunta acerca de su oficio, es «guardalmacén». En general,