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Albert Camus El extranjero 33<br />
necesario dar una prueba de la utilidad y de la grandeza de estas instituciones, habría que decir<br />
que es el Estado mismo quien las subvenciona». Pero no habló del entierro, y advertí que faltaba<br />
en su alegato. Como consecuencia de todas estas largas frases, de todos estos días y horas<br />
interminables durante los cuales se había hablado de mi alma, tuve la impresión de que todo se<br />
volvía un agua incolora en la que encontraba el vértigo.<br />
Al final, sólo recuerdo que desde la calle y a través de las salas y de los estrados, mientras el<br />
abogado seguía hablando, oí sonar la corneta de un vendedor de helados. Fui asaltado por los<br />
recuerdos de una vida que ya no me pertenecía más, pero en la que había encontrado las más<br />
pobres y las más firmes de mis alegrías: los olores de verano, el barrio que amaba, un cierto cielo<br />
de la tarde, la risa y los vestidos de María. Me subió entonces a la garganta toda la inutilidad de lo<br />
que estaba haciendo en ese lugar, y no tuve sino una urgencia: que terminaran cuanto antes para<br />
volver a la celda a dormir. Apenas oí gritar al abogado, para concluir, que los jurados no querrían<br />
enviar a la muerte a un trabajador honrado, perdido por un minuto de extravío, y aducir las<br />
circunstancias atenuantes de un crimen cuyo castigo más seguro era el remordimiento eterno que<br />
arrastraba ya. El Tribunal suspendió la audiencia y el abogado volvió a sentarse con aspecto<br />
agotado. Pero sus colegas se acercaron a él para estrecharle la mano. Oí decir: «¡Magnífico,<br />
querido amigo!» Uno de ellos hasta pidió mi aprobación: «¿No es cierto?», me dijo. Asentí, pero el<br />
cumplido no era sincero porque yo estaba demasiado cansado.<br />
Afuera declinaba el día y el calor era menos intenso. Por ciertos ruidos de la calle, que oía,<br />
adivinaba la suavidad de la tarde. Estábamos todos allí esperando. Y lo que esperábamos juntos<br />
en realidad sólo me concernía a mí. Volví a mirar a la sala. Todo estaba como en el primer día.<br />
Encontré la mirada del periodista de la chaqueta gris y de la mujer autómata. Lo que me hizo<br />
pensar que durante todo el proceso no había buscado a María con la mirada. No la había olvidado,<br />
pero tenía demasiado que hacer. La vi entre Celeste y Raimundo. Me hizo un pequeño ademán<br />
como si dijera: « ¡Por fin! », y vi sonreír su rostro un poco ansioso. Pero sentía cerrado el corazón y<br />
ni siquiera pude responder a su sonrisa.<br />
El Tribunal volvió. Rápidamente leyeron una serie de preguntas a los jurados. Oí «culpable de<br />
muerte...», «provocación...», «circunstancias atenuantes». Los jurados salieron y se me llevó a la<br />
pequeña habitación en la que ya había esperado. El abogado vino a reunírseme; estaba muy<br />
voluble y me habló con más confianza y cordialidad; como no lo había hecho nunca. Creía que<br />
todo iría bien y que saldría con algunos años de prisión o de trabajos forzados. Le pregunté si<br />
había perspectivas de casación en caso de fallo desfavorable. Me dijo que no. Su táctica había<br />
sido no proponer conclusiones para no indisponer al Jurado. Me explicó que no se casaba un fallo<br />
como éste por nada. Me pareció evidente y admití sus razones. Si se consideraba el asunto<br />
fríamente era perfectamente lógico. En caso contrario, habría demasiado papelerío inútil. «De<br />
todos modos», me dijo el abogado, «queda la apelación. Pero estoy seguro de que el fallo será<br />
favorable».<br />
Esperamos mucho tiempo, creo que cerca de tres cuartos de hora. Al cabo, un campanilleo sonó.<br />
El abogado me dejó, diciendo: «El presidente del Jurado va a leer las respuestas. Sólo le llamarán<br />
cuando se pronuncie el fallo.» Se oyó golpear las puertas. La gente corría por las escaleras y yo no<br />
sabía si estaban próximas o alejadas. Luego oí una voz sorda que leía algo en la sala. Cuando<br />
volvió a sonar el campanilleo, la puerta del lugar de los acusados se abrió y el silencio de la sala<br />
subió hacía, mí, el silencio y la singular sensación que sentí al comprobar que el joven periodista<br />
había apartado la mirada. No miré en dirección a María. No tuve tiempo porque el Presidente me<br />
dijo en forma extraña que, en nombre del pueblo francés, se me cortaría la cabeza en una plaza<br />
pública. Me pareció reconocer entonces el sentimiento que leía en todos los rostros. Creo que era<br />
consideración. Los gendarmes se mostraban muy suaves conmigo. El abogado me tomó la mano.<br />
Yo no pensaba más en nada. El Presidente me preguntó si no tenía nada que agregar. Reflexioné.<br />
Dije: «No.» Entonces me llevaron.