You also want an ePaper? Increase the reach of your titles
YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.
Albert Camus El extranjero 31<br />
IV<br />
Aun en el banquillo de los acusados es siempre interesante oír hablar de uno mismo. Durante los<br />
alegatos del Procurador y del abogado puedo decir que se habló mucho de mí y quizá más de mí<br />
que de mi crimen. ¿Eran muy diferentes, por otra parte, esos alegatos? El abogado levantaba los<br />
brazos y defendía mi culpabilidad, pero con excusas. El Procurador tendía las manos y denunciaba<br />
mi culpabilidad, pero sin excusas. Una cosa, empero, me molestaba vagamente. Pese a mis<br />
preocupaciones estaba a veces tentado de intervenir y el abogado me decía entonces: «Cállese,<br />
conviene más para la defensa.» En cierto modo parecían tratar el asunto prescindiendo de mí.<br />
Todo se desarrollaba sin mi intervención. Mi suerte se decidía sin pedirme la opinión. De vez en<br />
cuando sentía deseos de interrumpir a todos y decir: «Pero, al fin y al caso, ¿quién es el acusado?<br />
Es importante ser el acusado. Y yo tengo algo que decir.» Pero pensándolo bien no tenía nada que<br />
decir. Por otra parte, debo reconocer que el interés que uno encuentra en atraer la atención de la<br />
gente no dura mucho. Por ejemplo, el alegato del Procurador me fatigó muy pronto. Sólo me<br />
llamaron la atención o despertaron mi interés fragmentos, gestos o tiradas enteras, pero separadas<br />
del conjunto.<br />
Si he comprendido bien, el fondo de su pensamiento es que yo había premeditado el crimen. Por<br />
lo menos, trató de demostrarlo. Como él mismo decía: «Lo probaré, señores, y lo probaré<br />
doblemente. Bajo la deslumbrante claridad de los hechos, en primer término, y en seguida, en la<br />
oscura iluminación que me proporcionará la psicología de esta alma criminal.» Resumió los hechos<br />
a partir de la muerte de mamá. Recordó mi insensibilidad, mi ignorancia sobre la edad de mamá, el<br />
baño del día siguiente con una mujer, el cine, Fernandel, y, por fin, el retorno con María. Necesité<br />
tiempo para comprenderle en ese momento porque decía «su amante» y para mí ella era María.<br />
Después se refirió a la historia de Raimundo. Me pareció que su manera de ver los hechos no<br />
carecía de claridad. Lo que decía era plausible. De acuerdo con Raimundo yo había escrito la carta<br />
que debía atraer a la amante y entregarla a los malos tratos de un hombre de «dudosa moralidad.»<br />
Yo había provocado en la playa a los adversarios de Raimundo. Este había resultado herido. Yo le<br />
había pedido el revólver. Había vuelto sólo para utilizarlo. Había abatido al árabe, tal como lo tenía<br />
proyectado. Había disparado una vez. Había esperado. Y «para estar seguro de que el trabajo<br />
estaba bien hecho», había disparado aún cuatro balas, serenamente, con el blanco asegurado, de<br />
una manera, en cierto modo, premeditada.<br />
«Y bien, señores», dijo el Abogado General: «Acabo de reconstruir delante de ustedes el hilo de<br />
acontecimientos que condujo a este hombre a matar con pleno conocimiento de causa. Insisto en<br />
esto», dijo, «pues no se trata de un asesinato común, de un acto irreflexivo que ustedes podrían<br />
considerar atenuado por las circunstancias. Este hombre, señores, este hombre es inteligente.<br />
Ustedes le han oído, ¿no es cierto? Sabe contestar. Conoce el valor de las palabras. Y no es<br />
posible decir que ha actuado sin darse cuenta de lo que hacía».<br />
Yo escuchaba y oía que se me juzgaba inteligente. Pero no comprendía bien cómo las<br />
cualidades de un hombre común podían convertirse en cargos aplastantes contra un culpable. Por<br />
lo menos, era esto lo que me chocaba y no escuché más al Procurador hasta el momento en que<br />
le oí decir: « ¿Acaso ha demostrado por lo menos arrepentimiento? Jamás, señores. Ni una sola<br />
vez en el curso de la instrucción este hombre ha parecido conmovido por su abominable crimen.»<br />
En ese momento se volvió hacia mí, me señaló con el dedo, y continuó abrumándome sin que<br />
pudiera comprender bien por qué. Sin duda no podía dejar de reconocer que tenía razón. No<br />
lamentaba mucho mi acto. Pero tanto encarnizamiento me asombraba. Hubiese querido tratar de<br />
explicarle cordialmente, casi con cariño, que nunca había podido sentir verdadero pesar por cosa<br />
alguna. Estaba absorbido siempre por lo que iba a suceder, por hoy o por mañana. Pero,<br />
naturalmente, en el estado en que se me había puesto, no podía hablar a nadie en este tono. No<br />
tenía derecho de mostrarme afectuoso, ni de tener buena voluntad. Y traté de escuchar otra vez<br />
porque el Procurador se puso a hablar de mi alma.