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Albert Camus El extranjero 29<br />
Después de cinco minutos de suspensión durante los cuales el abogado me dijo que todo iba<br />
bien, se oyó que la defensa citaba a Celeste. La defensa era yo. Celeste echaba miradas hacia mi<br />
lado de cuando en cuando y daba vueltas a un panamá entre las manos. Llevaba el traje nuevo<br />
que se ponía para ir conmigo algunos domingos a las carreras de caballos. Pero creo que no había<br />
podido ponerse el cuello porque llevaba solamente un botón de cobre para mantener cerrada la<br />
camisa. Le preguntaron si yo era cliente suyo, y dijo: «Sí, pero también era un amigo»; lo que<br />
pensaba de mí, y respondió que yo era un hombre; qué entendía por eso, y declaró que todo el<br />
mundo sabía lo que eso quería decir; si había notado que era reservado y se limitó a reconocer<br />
que yo no hablaba para decir nada. El Abogado General le preguntó si yo pagaba regularmente la<br />
pensión. Celeste se rió y declaró: «Esos eran detalles entre nosotros.» Le preguntaron otra vez<br />
qué pensaba de mi crimen. Apoyó entonces las manos en la barra y se veía que había preparado<br />
alguna respuesta. Dijo: «Para mí, es una desgracia. Todo el mundo sabe lo que es una desgracia.<br />
Lo deja a uno sin defensa. Y bien: para mí es una desgracia.» Iba a continuar, pero el Presidente<br />
le dijo que estaba bien y que se le agradecía. Entonces Celeste quedó un poco perplejo. Pero<br />
declaró que quería decir algo más. Se le pidió que fuese breve. Repitió aún que era una desgracia.<br />
Y el Presidente dijo: «Sí, de acuerdo. Pero estamos aquí para juzgar desgracias de este género.<br />
Muchas gracias.» Como si hubiese llegado al colmo de su sabiduría y de su buena voluntad,<br />
Celeste se volvió entonces hacia mí. Me pareció que le brillaban los ojos y le temblaban los labios.<br />
Parecía preguntarme qué más podía hacer. Yo no dije nada, no hice gesto alguno, pero es la<br />
primera vez en mi vida que sentí deseos de besar a un hombre. El Presidente le ordenó otra vez<br />
que abandonara la barra. Celeste fue a sentarse en el escaño. Durante todo el resto de la<br />
audiencia quedó allí, un poco inclinado hacia adelante, con los codos en las rodillas, el panamá<br />
sobre las manos, oyendo todo lo que se decía.<br />
María entró. Se había puesto sombrero y todavía estaba hermosa. Pero me gustaba más con la<br />
cabeza descubierta. Desde el lugar en que estaba adivinaba el ligero peso de sus senos y<br />
reconocía el labio inferior siempre un poco abultado. Parecía muy nerviosa. Le preguntaron en<br />
seguida desde cuándo me conocía. Indicó la época en que trabajaba con nosotros. El Presidente<br />
quiso saber cuáles eran sus relaciones conmigo. Dijo que era mi amiga. A otra pregunta, contestó<br />
que era cierto que debía casarse conmigo. El Procurador, que hojeaba un expediente, le preguntó<br />
con tono brusco cuándo comenzó nuestra unión. Ella indicó la fecha. El Procurador señaló con aire<br />
indiferente que le parecía que era el día siguiente al de la muerte de mamá. Luego dijo con ironía<br />
que no querría insistir sobre una situación delicada; que comprendía muy bien los escrúpulos de<br />
María, pero (y aquí su acento se volvió más duro) que su deber le ordenaba pasar por encima de<br />
las conveniencias. Pidió pues a María que resumiera el día en el que yo la había conocido. María<br />
no quería hablar, pero ante la insistencia del Procurador recordó el baño, la ida al cine y el regreso<br />
a mi casa. El Abogado General dijo que después de las declaraciones de María en el sumario de<br />
instrucción había consultado los programas de esa fecha. Agregó que la propia María diría qué<br />
película pasaban entonces. Con voz casi inaudible María indicó que en efecto era una película de<br />
Femandel. Cuando concluyó, el silencio era completo en la sala. El Procurador se levantó<br />
entonces muy gravemente y con voz que me pareció verdaderamente conmovida, el dedo tendido<br />
hacia mí, articuló lentamente: «Señores jurados: al día siguiente de la muerte de su madre este<br />
hombre tomaba baños, comenzaba una unión irregular e iba a reír con una película cómica. No<br />
tengo nada más que decir.» Volvió a sentarse, siempre en medio del silencio. Pero de golpe María<br />
estalló en sollozos; dijo que no era así, que había otra cosa, que la forzaban a decir lo contrario de<br />
lo que pensaba, que me conocía bien y que no había hecho nada malo. Pero el ujier, a una señal<br />
del Presidente, la llevó y la audiencia prosiguió.<br />
En seguida se escuchó, pero apenas, a Masson, quien declaró que yo era un hombre honrado,<br />
«y que diría más, era un hombre bueno.» Apenas se escuchó también a Salamano cuando recordó<br />
que había tratado bien a su perro y cuando respondió a una pregunta sobre mi madre y sobre mí<br />
diciendo que yo no tenía nada más que decir a mamá y que por eso la había metido en el asilo.<br />
«Hay que comprender, decía Salamano, hay que comprender.» Pero nadie parecía comprender.<br />
Se lo llevaron.<br />
Luego llegó el turno a Raimundo, que era el último testigo. Me hizo una ligera señal y dijo al<br />
instante que yo era inocente. Pero el Presidente declaró que no se le pedían apreciaciones, sino<br />
hechos. Le invitó a esperar las preguntas para responder. Le hicieron precisar sus relaciones con<br />
la víctima. Raimundo aprovechó para decir que era a él a quien este último odiaba desde que