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CAMUS TEST

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26<br />

Albert Camus<br />

El extranjero<br />

III<br />

Puedo decir que, en rigor, el verano reemplazó muy pronto al verano. Sabía que con la subida de<br />

los primeros calores sobrevendría algo nuevo para mí. Mi proceso estaba inscripto para la última<br />

reunión del Tribunal, que se realizaría en el mes de junio. La audiencia comenzó mientras afuera el<br />

sol estaba en su plenitud. El abogado me había asegurado que no duraría más de dos o tres días.<br />

«Por otra parte», había agregado, «el Tribunal tendrá prisa porque su asunto no es el más<br />

importante de la audiencia. Hay un parricidio que pasará inmediatamente después».<br />

A las siete y media de la mañana vinieron a buscarme y el coche celular me condujo al Palacio<br />

de Justicia. Los dos gendarmes me hicieron entrar en una habitación pequeña que olía a<br />

humedad. Esperamos sentados cerca de una puerta tras la cual se oían voces, llamamientos,<br />

ruidos de sillas y todo un bullicio que me hizo pensar en esas fiestas de barrio en las que se<br />

arregla la sala para poder bailar después del concierto. Los gendarmes me dijeron que era<br />

necesario esperar al Tribunal y uno de ellos me ofreció un cigarrillo, que rechacé. Me preguntó<br />

poco después si estaba nervioso. Respondí que no. Y aun, en cierto sentido, me interesaba ver un<br />

proceso. No había tenido nunca ocasión de hacerlo en mi vida. «Sí», dijo el segundo gendarme,<br />

«pero concluye por cansar.»<br />

Después de un momento un breve campanilleo sonó en la sala. Me quitaron entonces las<br />

esposas. Abrieron la puerta y me hicieron entrar al lugar de los acusados. La sala estaba llena de<br />

bote en bote. A pesar de las cortinas, el sol se filtraba por algunas partes y el aire estaba<br />

sofocante. Habían dejado los vidrios cerrados. Me senté y los gendarmes me rodearon. En ese<br />

momento vi una fila de rostros delante de mí. Todos me miraban: comprendí que eran los jurados.<br />

Pero no puedo decir en qué se diferenciaban unos de otros. Sólo tuve una impresión: estaba<br />

delante de una banqueta de tranvía y todos los viajeros anónimos espiaban al recién llegado para<br />

notar lo que tenía de ridículo. Sé perfectamente que era una idea tonta, pues allí no buscaban el<br />

ridículo, sino el crimen. Sin embargo, la diferencia no es grande y, en cualquier caso, es la idea<br />

que se me ocurrió.<br />

Estaba un poco aturdido también ante tanta gente en la sala cerrada. Miré otra vez hacia el<br />

público y no distinguí ningún rostro. Creo que al principio no me había dado cuenta de que toda<br />

esa gente se apretujaba para verme. Generalmente, los demás no se ocupaban de mi persona. Me<br />

costó un esfuerzo comprender que yo era la causa de toda esta agitación. Dije al gendarme:<br />

«¡Cuánta gente!» Me respondió que era por los periódicos y me mostró un grupo que estaba cerca<br />

de una mesa, debajo del estrado de los jurados. Me dijo: «Ahí están.» Pregunté: «¿Quiénes?», y<br />

repitió: «Los periódicos.» Conocía a uno de los periodistas que le vio en ese momento y se dirigió<br />

hacia nosotros. Era un hombre ya bastante entrado en años, simpático, con una cara gesticulosa.<br />

Estrechó la mano del gendarme con mucho calor. Noté en ese momento que toda la gente se<br />

reunía, se interpelaba y conversaba como en un club donde es agradable encontrarse entre<br />

personas del mismo mundo. Me expliqué también la extraña impresión que sentía de estar de más,<br />

de ser un poco intruso. Sin embargo, el periodista se dirigió a mí, sonriente. Me dijo que esperaba<br />

que todo saldría bien para mí. Le agradecí, y agregó: «Usted sabe, hemos hinchado un poco el<br />

asunto. El verano es la estación vacía para los periódicos. Y lo único que valía algo era su historia<br />

y la del parricida.» Me mostró en seguida, en el grupo que acababa de dejar, a un hombrecillo que<br />

parecía una comadreja cebada con enormes gafas de aro negro. Me dijo que era el enviado<br />

especial de un diario de París: «No ha venido por usted, desde luego. Pero como está encargado<br />

de informar acerca del proceso del parricida, se le ha pedido que telegrafíe sobre su asunto al<br />

mismo tiempo.» Ahí, otra vez, estuve a punto de agradecerle. Pero pensé que sería ridículo. Me<br />

hizo un breve ademán cordial con la mano y nos dejó. Esperamos aún algunos minutos.<br />

Llegó el abogado, de toga, rodeado de muchos otros colegas. Fue hacia los periodistas y dio<br />

algunos apretones de mano. Bromearon, rieron, y parecían sentirse muy a su gusto, hasta el<br />

momento en que el campanilleo sonó en la sala. Todos volvieron a sus lugares. El abogado vino

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