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22<br />
Albert Camus<br />
El extranjero<br />
puedes no creer que ha sufrido por ti?» Me di perfecta cuenta de que me tuteaba, pero..., también,<br />
estaba harto. Cada vez hacía más y más calor Como siempre que siento deseos de librarme de<br />
alguien a quien apenas escucho, puse cara de aprobación. Con gran sorpresa mía, exclamó<br />
triunfante: «Ves, ves», decía. «¿No es cierto que crees y que vas a confiarte en El?»<br />
Evidentemente, dije «no» una vez más. Se dejó caer en el sillón.<br />
Parecía muy fatigado. Quedó un momento silencioso mientras la máquina, que no había cesado<br />
de seguir el diálogo, prolongaba todavía las últimas frases. En seguida me miró atentamente y con<br />
un poco de tristeza. Murmuró: «Nunca he visto un alma tan endurecida como la suya. Los<br />
criminales que han comparecido delante de mí han llorado siempre ante esta imagen del dolor.»<br />
Iba a responder que eso sucedía justamente porque se trataba de criminales. Pero pensé que yo<br />
también era criminal. Era una idea a la que no podía acostumbrarme. Entonces el juez se levantó<br />
como si quisiera indicarme que el interrogatorio había terminado. Se limitó a preguntarme, con el<br />
mismo aspecto de cansancio, si lamentaba el acto que había cometido. Reflexioné y dije que más<br />
que pena verdadera sentía cierto aburrimiento. Tuve la impresión de que no me comprendía. Pero<br />
aquel día las cosas no fueron más lejos.<br />
Después de esto, volví a ver a menudo al juez de instrucción. Pero cada vez estaba acompañado<br />
por mi abogado. Se limitaban a hacerme precisar ciertos puntos de las declaraciones precedentes.<br />
O el juez discutía los cargos con el abogado. Pero, en verdad, no se ocupaban nunca de mí en<br />
esos momentos. Sin embargo, poco a poco cambió el tono de los interrogatorios. Parecía que el<br />
juez no se interesaba más por mí y que había archivado el caso, en cierto modo. No me habló más<br />
de Dios y no lo volví a ver más con la excitación del primer día. Las entrevistas se hicieron más<br />
cordiales. Algunas preguntas, un poco de conversación con el abogado, y los interrogatorios<br />
concluían. El asunto seguía su curso, según la propia expresión del juez. Algunas veces también,<br />
cuando la conversación era de orden general, me mezclaban en ella. Comenzaba a respirar. Nadie<br />
en esos momentos se mostraba malo conmigo. Todo era tan natural, tan bien arreglado y tan<br />
sobriamente representado, que tenía la ridícula impresión de «formar parte de la familia.» Y al<br />
cabo de los once meses que duró la instrucción, puedo decir que estaba casi asombrado de que<br />
mis únicos regocijos hubiesen sido los raros momentos en los que el juez me acompañaba hasta<br />
la puerta del despacho, palmeándome el hombro, y diciéndome con aire cordial: «Basta por hoy,<br />
señor Anticristo.» Entonces me ponían nuevamente en manos de los gendarmes.