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Albert Camus El extranjero 21<br />
lo ponía en una situación incómoda. No me comprendía y estaba un poco resentido conmigo.<br />
Sentía deseos de asegurarle que yo era como todo el mundo, absolutamente como todo el mundo.<br />
Pero todo esto en el fondo no tenía gran utilidad y renuncié por pereza.<br />
Poco después me condujeron nuevamente ante el juez de instrucción. Eran las dos de la tarde, y<br />
esta vez el escritorio estaba lleno de luz apenas tamizada por una cortina de gasa. Hacía mucho<br />
calor. Me hizo sentar y con suma cortesía me declaró que por «un contratiempo» mi abogado no<br />
había podido venir. Pero tenía derecho de no contestar a sus preguntas y de esperar a que el<br />
abogado pudiese asistirme. Dije que podía contestárselo. Apretó con el dedo un botón sobre la<br />
mesa. Un joven escribiente vino a colocarse casi a mis espaldas.<br />
Nos acomodamos ambos en los sillones. Comenzó el interrogatorio. Me dijo en primer término<br />
que se me describía como un carácter taciturno y reservado y quiso saber cuál era mi opinión.<br />
Respondí: «Nunca tengo gran cosa que decir. Por eso me callo.» Sonrió como la primera vez;<br />
estuvo de acuerdo en que era la mejor de las razones, y agregó: «Por otra parte, esto no tiene<br />
importancia alguna.» Se calló, me miró y se irguió bruscamente, diciéndome con rapidez: «Quien<br />
me interesa es usted.» No comprendí bien qué quería decir con eso y no contesté nada. «Hay<br />
cosas», agregó, «que no entiendo en su acto. Estoy seguro de que usted me ayudará a<br />
comprenderlas.» Dije que todo era muy simple. Me apremió para que describiese el día. Le relaté<br />
lo que ya le había contado, resumido para él: Raimundo, la playa, el baño, la reyerta, otra vez la<br />
playa, el pequeño manantial, el sol y los cinco disparos de revólver. A cada frase decía: «Bien,<br />
bien.» Cuando llegué al cuerpo tendido, aprobó diciendo: «Bueno.» Me sentía cansado de tener<br />
que repetir la misma historia y me parecía que nunca había hablado tanto.<br />
Después de un silencio se levantó y me dijo que quería ayudarme, que yo le interesaba, y que,<br />
con la ayuda de Dios, haría algo por mí. Pero antes quería hacerme aún algunas preguntas. Sin<br />
transición me preguntó si quería a mamá. Dije: «Sí, como todo el mundo» y el escribiente, que<br />
hasta aquí escribía con regularidad en la máquina, debió de equivocarse de tecla, pues quedó<br />
confundido y tuvo que volver atrás. Siempre sin lógica aparente, el juez me preguntó entonces si<br />
había disparado los cinco tiros de revólver uno tras otro. Reflexioné y precisé que había disparado<br />
primero una sola vez y, después de algunos segundos, los otros cuatro disparos. «¿Por qué<br />
esperó usted entre el primero y el segundo disparo?», dijo entonces. De nuevo revivió en mí la<br />
playa roja y sentí en la frente el ardor del sol. Pero esta vez no contesté nada. Durante todo el<br />
silencio que siguió, el juez pareció agitarse. Se sentó, se revolvió el pelo con las manos, apoyó los<br />
codos en el escritorio, y con extraña expresión se inclinó hacia mí: «¿Por qué, por qué disparó<br />
usted contra un cuerpo caído?» Tampoco a esto supe responder. El juez se pasó las manos por la<br />
frente y repitió la pregunta con voz un poco alterada: «¿Por qué? Es preciso que usted me lo diga.<br />
¿Por qué?» Yo seguía callado.<br />
Bruscamente se levantó, se dirigió a grandes pasos hacia un extremo del despacho y abrió el<br />
cajón de un archivo. Extrajo de él un crucifijo de plata que blandió volviendo hacia mí. Y con voz<br />
enteramente cambiada, casi trémula, gritó: «¿Conoce usted a Este?» Dije: «Sí, naturalmente.»<br />
Entonces me dijo muy de prisa y de un modo apasionado que él creía en Dios y que estaba<br />
convencido de que ningún hombre era tan culpable como para que Dios no lo perdonase, pero que<br />
para eso era necesario que el hombre, por su arrepentimiento, se volviese como un niño cuya alma<br />
está vacía y dispuesta a aceptarlo todo. Se había inclinado con todo el cuerpo sobre la mesa.<br />
Agitaba el crucifijo casi sobre mí. A decir verdad, yo había seguido muy mal su razonamiento, ante<br />
todo porque tenía calor, porque unos moscardones se posaban en mi cara, y también porque me<br />
atemorizaba un poco. Me daba cuenta al mismo tiempo de que era ridículo porque yo era el<br />
criminal, después de todo. Sin embargo, continuó. Comprendí más o menos que en su opinión no<br />
había más que un punto oscuro en mi confesión: era el hecho de haber esperado para tirar el<br />
segundo disparo de revólver. El resto estaba muy bien, pero él no comprendía por qué había<br />
esperado.<br />
Iba a decirle que hacía mal en obstinarse: el último punto no tenía tanta importancia. Pero me<br />
interrumpió y me exhortó por última vez, irguiéndose entero, y preguntándome si creía en Dios.<br />
Contesté que no. Se sentó indignado. Me dijo que era imposible, que todos los hombres creían en<br />
Dios, aun aquellos que le volvían la espalda. Tal era su convicción, y si alguna vez llegara a dudar,<br />
la vida no tendría sentido. «¿Quiere usted», exclamó, «que mi vida carezca de sentido?» Según mi<br />
opinión aquello no me concernía y se lo dije. Entonces me puso el Cristo bajo los ojos por sobre la<br />
mesa y gritó en forma irrazonable: «Yo soy cristiano. Pido a Este el perdón de tus pecados. ¿Cómo