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18<br />
Albert Camus<br />
El extranjero<br />
me encargo de mi individuo. Tú, Meursault, si llega otro, es para ti.» Dije: «Sí», y Masson metió las<br />
manos en los bolsillos. La arena recalentada me parecía roja ahora. Avanzábamos con paso<br />
parejo hacia los árabes. La distancia entre nosotros disminuyó regularmente. Cuando estuvimos a<br />
algunos pasos unos de otros, los árabes se detuvieron. Masson y yo habíamos disminuido el paso.<br />
Raimundo fue directamente hacia el individuo. No pude oír bien lo que le dijo, pero el otro hizo<br />
ademán de darle un cabezazo. Raimundo golpeó entonces por primera vez y llamó en seguida a<br />
Masson. Masson fue hacia aquel que se le había designado y golpeó dos veces con todas sus<br />
fuerzas. El otro se desplomó en el agua con la cara hacia el fondo y quedó algunos segundos así<br />
mientras las burbujas rompían en la superficie en tomo de su cabeza. Raimundo había golpeado<br />
también al mismo tiempo y el otro tenía el rostro ensangrentado. Raimundo se volvió hacia mí y<br />
dijo: «Vas a ver lo que va a cobrar.» Le grité: «¡Cuidado! ¡Tiene cuchillo!.» Pero Raimundo tenía ya<br />
el brazo abierto y la boca tajeada.<br />
Masson dio un salto hacia adelante. Pero el otro árabe se había levantado y se había colocado<br />
detrás del que estaba armado. No nos atrevimos a movernos. Retrocedimos lentamente sin dejar<br />
de mirarnos y de tenernos a raya con el cuchillo. Cuando vieron que tenían bastante campo<br />
huyeron rápidamente mientras nosotros quedamos clavados bajo el sol y Raimundo se apretaba el<br />
brazo, que goteaba sangre.<br />
Masson dijo inmediatamente que había un médico que pasaba los domingos en la meseta.<br />
Raimundo quiso ir en seguida. Pero cada vez que hablaba, la sangre de la herida le formaba<br />
burbujas en la boca. Le sostuvimos y regresamos a la cabañuela lo más pronto posible. Allí<br />
Raimundo dijo que las heridas eran superficiales y que podía ir hasta la casa del médico. Se<br />
marchó con Masson y me quedé para explicar a las mujeres lo que había ocurrido. La señora de<br />
Masson lloraba y María estaba muy pálida. A mí me molestaba darles explicaciones. Acabé por<br />
callarme y fumé mirando el mar.<br />
Hacia la una y media Raimundo regresó con Masson. Tenía el brazo vendado y un esparadrapo<br />
en el rincón de la boca. El médico le había dicho que no era nada, pero Raimundo tenía aspecto<br />
muy sombrío. Masson trató de hacerle reír. Pero no hablaba más. Cuando dijo que bajaba a la<br />
playa le pregunté a dónde iba. Me respondió que quería tomar aire. Masson y yo dijimos que<br />
íbamos a acompañarle. Entonces montó en cólera y nos insultó. Masson declaró que no había que<br />
contrariarle. Pero, de todos modos, le seguí.<br />
Caminamos mucho tiempo por la playa. El sol estaba ahora abrasador. Se rompía en pedazos<br />
sobre la arena y sobre el mar. Tuve la impresión de que Raimundo sabía a dónde iba, pero sin<br />
duda era una falsa impresión. En el extremo de la playa llegamos al fin a un pequeño manantial<br />
que corría por la arena hacia el mar detrás de una gran roca. Allí encontramos a los dos árabes.<br />
Estaban acostados con los grasientos albornoces. Parecían enteramente tranquilos y casi<br />
apaciguados. Nuestra llegada no cambió nada. El que había herido a Raimundo le miraba sin decir<br />
nada. El otro soplaba una cañita y, mirándonos de reojo, repetía sin cesar las tres notas que<br />
sacaba del instrumento.<br />
Durante todo este tiempo no hubo otra cosa más que el sol y el silencio con el leve ruido del<br />
manantial y las tres notas. Luego Raimundo echó mano al revólver de bolsillo, pero el otro no se<br />
movió y continuaron mirándose. Noté que el que tocaba la flauta tenía los dedos de los pies muy<br />
separados. Sin quitar los ojos de su adversario, Raimundo me preguntó: «¿Lo tumbo?» Pensé que<br />
si le decía que no, se excitaría y seguramente tiraría. Me limité a decirle: «Todavía no te ha<br />
hablado. Sería feo tirar así.» En medio del silencio y del calor se oyó aún el leve ruido del agua y<br />
de la flauta. Luego Raimundo dijo: «Entonces voy a insultarlo, y cuando conteste, lo tumbaré.» Le<br />
respondí: «Así es. Pero si no saca el cuchillo no puedes tirar.» Raimundo comenzó a excitarse un<br />
poco. El otro tocaba siempre y los dos observaban cada movimiento de Raimundo. «No», dije a<br />
Raimundo. «Tómalo de hombre a hombre y dame el revólver. Si el otro interviene, o saca el<br />
cuchillo, yo lo tumbaré.»<br />
Cuando Raimundo me dio el revólver el sol resbaló encima. Sin embargo, quedamos aún<br />
inmóviles como si todo se hubiera vuelto a cerrar en torno de nosotros. Nos mirábamos sin bajar<br />
los ojos y todo se detenía aquí entre el mar, la arena y el sol, el doble silencio de la flauta y del<br />
agua. Pensé en ese momento que se podía tirar o no tirar y que lo mismo daba. Pero bruscamente<br />
los árabes se deslizaron retrocediendo y desaparecieron detrás de la roca. Raimundo y yo<br />
volvimos entonces sobre nuestros pasos. Parecía mejor y habló del autobús de regreso.