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CAMUS TEST

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Albert Camus El extranjero 17<br />

domingos y todos los días de asueto. «Me llevo muy bien con mi mujer», agregó. Precisamente, su<br />

mujer se reía con María. Por primera vez, quizá, pensé verdaderamente en que iba a casarme.<br />

Masson quería bañarse, pero su mujer y Raimundo no querían ir. Bajamos los tres y María se<br />

arrojó inmediatamente al agua. Masson y yo esperamos un poco. Hablaba lentamente y noté que<br />

tenía la costumbre de completar todo lo que decía con un «y diré más», incluso cuando, en el<br />

fondo, no agregaba nada al sentido de la frase. A propósito de María me dijo: «Es deslumbrante, y<br />

diré más, encantadora.» No presté más atención a ese tic porque estaba ocupado en gozar del<br />

bienestar que me producía el sol. La arena comenzaba a calentar bajo los pies. Contuve aún el<br />

deseo de entrar en el agua, pero concluí por decir a Masson: «¿Vamos?» Me zambullí. El entró en<br />

el agua lentamente y se sumergió cuando perdió pie. Nadaba bastante mal, de manera que le dejé<br />

para reunirme con María. El agua estaba fría y me gustaba nadar. Nos alejamos con María y nos<br />

sentimos unidos en nuestros movimientos y en nuestra satisfacción.<br />

Hicimos la plancha mar adentro, y sobre mi rostro, vuelto hacia el cielo, el sol secaba los últimos<br />

velos de agua que me corrían hacia la boca. Vimos que Masson regresaba a la playa para<br />

tenderse al sol. De lejos parecía enorme. María quiso que nadáramos juntos. Me puse detrás para<br />

tomarla por la cintura. Ella avanzaba a brazadas y yo la ayudaba agitando los pies. El leve ruido<br />

del agua removida nos siguió durante la mañana hasta que me sentí fatigado. Entonces dejé a<br />

María y volví nadando regularmente y respirando con fuerza. En la playa me tendí boca abajo junto<br />

a Masson y apoyé la cara en la arena. Le dije: « ¡qué agradable! », y él pensaba lo mismo. Poco<br />

después vino María. Me volví para verla llegar. Estaba completamente viscosa con el agua salada,<br />

y sujetaba los cabellos hacia atrás. Se tendió lado a lado conmigo y los dos calores de su cuerpo y<br />

del sol me adormecieron un poco.<br />

María me sacudió y me dijo que Masson había regresado a la casa. Teníamos que almorzar. Me<br />

levanté en seguida porque tenía hambre, pero María me dijo que no la había besado desde la<br />

mañana. Era cierto y sin embargo habría querido hacerlo. «Ven al agua», me dijo. Corrimos para<br />

lanzarnos sobre las primeras olas. Dimos algunas brazadas y ella se pegó contra mí. Sentí sus<br />

piernas en torno de las mías y la deseé.<br />

Cuando volvimos, Masson ya nos estaba llamando. Dije que tenía mucha hambre y Masson<br />

afirmó en seguida que yo le gustaba. El pan estaba sabroso. Devoré mi parte de pescado.<br />

Después había carne y papas fritas. Todos comimos sin hablar. Masson bebía mucho vino y me<br />

servía sin descanso. Cuando llegó el café tenía la cabeza un poco pesada, y luego fumé mucho.<br />

Masson, Raimundo y yo habíamos proyectado pasar juntos el mes de agosto en la playa, con<br />

gastos comunes. María nos dijo de golpe: «¿Saben qué hora es? Son las once y media.»<br />

Quedamos todos asombrados, pero Masson dijo que habíamos comido muy temprano y que era<br />

lógico, porque la hora del almuerzo es la hora en que se tiene hambre. No sé por qué aquello hizo<br />

reír a María. Creo que había bebido un poco de más. Masson me preguntó entonces si quería<br />

pasear con él por la playa. «Mi mujer siempre duerme la siesta después de almorzar. A mí no me<br />

gusta hacerlo. Tengo que caminar. Siempre le digo que es mejor para la salud. Pero, después de<br />

todo, tiene derecho a hacerlo.» María declaró que se quedaría para ayudar a la señora de Masson<br />

a lavar la vajilla. La pequeña parisiense dijo que para eso era necesario echar a los hombres.<br />

Bajamos los tres.<br />

El sol caía casi a plomo sobre la arena y el resplandor en el mar era insoportable. Ya no había<br />

nadie en la playa. En las cabañuelas que bordeaban la meseta, suspendidas sobre el mar, se oían<br />

ruidos de platos y de cubiertos. Se respiraba apenas en el calor de piedra que subía desde el<br />

suelo. Al principio Raimundo y Masson hablaron de cosas y personas que yo no conocía.<br />

Comprendí que hacía mucho que se conocían y que hasta habían vivido juntos en cierta época.<br />

Nos dirigimos hacia el agua y caminamos por la orilla del mar. De vez en cuando una pequeña ola<br />

más larga que otra venía a mojar nuestros zapatos de lona. Yo no pensaba en nada porque estaba<br />

medio amodorrado con tanto sol sobre la cabeza desnuda.<br />

De pronto, Raimundo dijo a Masson algo que no oí bien. Pero al mismo tiempo divisé en el<br />

extremo de la playa, y muy lejos de nosotros, a dos árabes de albornoz que venían en nuestra<br />

dirección. Miré a Raimundo y me dijo: «Es él.» Continuamos caminando. Masson preguntó cómo<br />

habrían podido seguirnos hasta allí. Pensé que debían de habernos visto tomar el autobús con el<br />

bolso de playa, pero no dije nada.<br />

Los árabes avanzaban lentamente y estaban ya mucho más próximos. Nosotros no habíamos<br />

cambiado nuestro paso, pero Raimundo dijo: «Si hay gresca, tú, Masson, tomas al segundo. Yo

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