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16<br />
Albert Camus<br />
El extranjero<br />
VI<br />
El domingo me costó mucho despertarme y fue necesario que María me llamara y me sacudiera.<br />
No habíamos comido porque queríamos bañarnos temprano. Me sentía completamente vacío y me<br />
dolía un poco la cabeza. El cigarrillo tenía gusto amargo. María se burló de mí porque decía que<br />
tenía «cara de entierro». Se había puesto un traje de tela blanca y se había soltado los cabellos.<br />
Le dije que estaba hermosa y rió de placer.<br />
Al bajar golpeamos en la puerta de Raimundo. Nos respondió que bajaba. En la calle, por el<br />
cansancio y también porque no habíamos abierto las persianas, la claridad del día, lleno de sol, me<br />
golpeó como una bofetada. María saltaba de alegría y no se cansaba de decir que era un día<br />
magnífico. Me sentí mejor y me di cuenta de que tenía hambre. Se lo dije a María, quien me señaló<br />
el bolso de hule donde había puesto las dos mallas de baño y una toalla. Teníamos que esperar y<br />
oímos cómo Raimundo cerraba la puerta. Llevaba pantalones azules y camisa blanca de manga<br />
corta. Pero se había puesto sombrero de paja, lo que hizo reír a María, y sus antebrazos eran muy<br />
blancos debajo del vello oscuro. Yo estaba un poco repugnado. Silbaba al bajar y parecía muy<br />
contento. Me dijo: «Salud, viejo», y llamó «señorita» a María.<br />
La víspera habíamos ido a la comisaría y yo había atestiguado que la muchacha había<br />
«engañado» a Raimundo. No le costó a éste más que una advertencia. No comprobaron mi<br />
afirmación. Delante de la puerta hablamos con Raimundo; luego resolvimos tomar el autobús. La<br />
playa no estaba muy lejos, pero así iríamos más rápidamente. Raimundo creía que su amigo se<br />
alegraría al vernos llegar temprano, íbamos a partir, cuando Raimundo, de golpe, me hizo una<br />
señal para que mirara enfrente. Vi un grupo de árabes pegados contra el escaparate de la<br />
tabaquería. Nos miraban en silencio, pero a su modo, ni más ni menos que si fuéramos piedras o<br />
árboles secos. Raimundo me dijo que el segundo a partir de la izquierda era el individuo y pareció<br />
preocupado. Sin embargo, agregó que la historia ya estaba concluida. María no comprendía muy<br />
bien y nos preguntó de qué se trataba. Le dije que eran unos árabes que odiaban a Raimundo.<br />
Quiso entonces que partiéramos en seguida. Raimundo se irguió, rió y dijo que era necesario<br />
apresurarse.<br />
Nos dirigimos a la parada del autobús, que estaba un poco más lejos, y Raimundo me anunció<br />
que los árabes no nos seguían. Me volví. Estaban siempre en el mismo sitio y miraban con la<br />
misma indiferencia el lugar que acabábamos de dejar. Tomamos el autobús. Raimundo, que<br />
parecía completamente aliviado, no cesaba de hacerle bromas a María. Me di cuenta de que le<br />
gustaba, pero ella casi no le respondía. De vez en cuando me miraba riéndose.<br />
Bajamos a los arrabales de Argel. La playa no queda lejos de la parada del autobús, pero<br />
tuvimos que cruzar una pequeña meseta que domina el mar y que baja luego hacia la playa.<br />
Estaba cubierta de piedras amarillentas y de asfódelos blanquísimos que se destacaban en el azul,<br />
ya firme, del cielo. María se entretenía en deshojar las flores, golpeándolas con el bolso de hule.<br />
Caminamos entre filas de pequeñas casitas de cercos verdes o blancos, algunas hundidas con sus<br />
corredores bajo los tamarindos; otras, desnudas en medio de las piedras. Desde antes de llegar al<br />
borde de la meseta podía verse el mar inmóvil y, más lejos, un cabo soñoliento y macizo en el<br />
agua clara. Un ligero ruido de motor se elevó hasta nosotros en el aire calmo. Y vimos, muy lejos,<br />
un pequeño barco pescador que avanzaba imperceptiblemente por el mar deslumbrante. María<br />
recogió algunos lirios de roca. Desde la pendiente que bajaba hacia el mar vimos que había ya<br />
bañistas en la playa.<br />
El amigo de Raimundo vivía en una pequeña cabañuela de madera en el extremo de la playa. La<br />
casa estaba adosada a las rocas y el agua bañaba los pilares que la sostenían por el frente.<br />
Raimundo nos presentó. El amigo se llamaba Masson. Era un individuo grande, de cintura y<br />
espaldas macizas, con una mujercita regordeta y graciosa, de acento parisiense. Nos dijo en<br />
seguida que nos pusiésemos cómodos y que había peces fritos, que había pescado esa misma<br />
mañana. Le dije cuánto me gustaba su casa. Me informó que pasaba allí los sábados, los