Después de la revolución el cine iraní en la actualidad

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menudo a una inocencia redentora, aquellas que escenifican adultos —particularmente las películas de Makhmalbaf— raramente tienen finales felices. La cultura cinematográfica que los acompaña es tan importante para el cine como los filmes en sí mismos, y es sin duda la característica más notable del cine posrevolucionario: había buenos filmes y buenos cineastas bajo el reino del sah, pero no el interés popular de hoy. El festival se llevó a cabo en 1992 en catorce salas de Teherán, tan solo los diez primeros días atrajeron cuatrocientos veinte mil espectadores. Y no solo eso, hay festivales de cine educativo, de 8 y 16mm, de cortometraje e incluso, después de 1987, de cine rural. Los casi trescientos cines del país son claramente insuficientes y el gobierno se ha propuesto duplicar la cifra. Únicamente en Teherán, hay cerca de quinientos mil propietarios de magnetoscopios, cinco mil videoclubes (y un mercado negro floreciente de videos pornográficos). La edición de libros sobre cine va bien, la televisión ha programado una historia del cine iraní en veintiocho capítulos, y la emisión El Calendario de las imágenes presenta entrevistas con cineastas y críticos. Los sesenta mil ejemplares de la revista Film Monthly no son suficientes para la demanda, es la escasez del papel la que impide aumentar el tiraje. El cine continúa siendo la forma más popular de distracción masiva porque es barato, porque los programas de televisión son muy malos y porque no hay clubes nocturnos. El analfabetismo sigue siendo elevado, y “posiblemente se mantiene así, apunta Kiarostami, debido a la represión política; 18
la gente es desmoralizada y se refugia en el cine.” Más allá de las razones negativas, sin embargo, no hay duda de que los filmes realizados actualmente en Irán despiertan un eco en el público. Es significativo que Hossein Sabzian, el héroe de Close-up, haya creído encontrar la clave del éxito no en la personalidad de una celebridad de la pantalla, menos aún de un atleta o de un hombre de política, sino en la de un cineasta. El cine parece representar en Irán, más que en otros países, una forma de expresión cultural auténticamente enraizada en la experiencia colectiva; perpetúa no únicamente la cultura pre-revolucionaria, sino una tradición de una sociedad que jamás conoció a lo largo de su historia una verdadera libertad política. “Debemos —afirma Bahram Beizai— hacer filmes que el público interpretará según su entendimiento... y el Estado también.” La censura iraní tiene como misión, en principio, proteger la religión, al jefe de Estado y el bien de los ciudadanos. En la práctica, afecta sobre todo la representación de la mujer. Tenemos por lo tanto, la opción de evitar por completo las historias donde figuren mujeres, o bien, de situar la acción en el pasado o en el campo, pues la vestimenta tradicional permite —como lo exige la censura— ocultar el cabello y disimular el cuerpo de las mujeres; ya sea que se encuentren en exteriores o en la casa, entre los extranjeros, amigos, con su familia o incluso solas, ya que están de todas formas frente a los ojos de los espectadores. En general, el chador es testimonio incesante de una realidad impuesta; por lo demás, estas restricciones constituyen 19
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