EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Una hora después había alquilado el tercer piso, y no habían pasado dos horas cuando ya el salón, la antecámara y el dormitorio estaban amueblados y tapizados. El escudo de seis libras fue ganado por Landry, Remy y Sylvain casi a los diez minutos. Una vez estuvo el alojamiento transformado, los cristales limpios y la chimenea encendida, Juana se dedicó a su arreglo personal, saboreando la felicidad de dos horas, la felicidad de pisar una buena alfombra y sentir a su alrededor una atmósfera cálida, respirar el perfume de algunas flores en los vasos japoneses... Fingret no había olvidado los brazos dorados que sostenían las bujías a cada lado de los espejos, y los candelabros, bajo la llama de los cirios, se irisaban con todos los matices del arco iris. Fuego, cirios, flores, rosas perfumadas en el paraíso que Juana destinaba a su excelencia. Prestó incluso atención a lo que la puerta de la alcoba, coquetonamente entreabierta, dejaba ver: un bonito fuego a cuyos reflejos relucían los pies de los sillones, la madera del lecho y los morillos de De Pompadour, las cabezas de las quimeras sobre las cuales se había posado el pie encantador de la condesa. La coquetería de Juana no se detenía ahí. Si el fuego realzaba el interior de esta cámara misteriosa, si los perfumes denunciaban a la mujer, la mujer denunciaba una raza, una belleza, un espíritu y un gusto dignos de una eminencia. Juana puso en su arreglo personal un cuidado del cual el caballero de la Motte, su marido ausente, le hubiera pedido cuentas. La mujer fue digna del apartamento y del mobiliario alquilado al maestro Fingret. Después de una ligera comida, a fin de conservar su presencia de espíritu y su elegante palidez, Juana se hundió en un gran sillón cerca del fuego. Con un libro en la mano y una chinela sobre un taburete, esperó, escuchando el tic-tac del péndulo y los ruidos lejanos de los carruajes, que raramente turbaban la tranquilidad del desierto de Marais. Esperaba. El reloj dio las nueve, las diez y las once, y nadie llegaba, ni en carruaje ni a pie. ¡Las once! Era, sin embargo, la hora de los prelados galantes que, habiendo acrecentado su caridad en una cena de arrabal, y no teniendo nada más que dar veinte vueltas de rueda para entrar en la calle Saint-Claude, se jactaban de ser humanos, filántropos y religiosos. La medianoche sonó lúgubremente en las Filles-du-Calvaire. Ni prelado ni carruaje; las bujías comenzaron a palidecer llenando de capas diáfanas las arandelas de cobre dorado. El fuego, renovado con suspiros, se estaba transformando en brasas, después en ceniza. Hacía un calor africano en ambas cámaras. La vieja sirvienta, que se había acicalado poniéndose en el gorro unas cintas pretenciosas, al inclinar la cabeza cuando se dormía debajo de la bujía, sus adornos se deterioraban, debido a la llama o a las gotas de cera. A las doce y media, Juana se levantó furiosa del sillón que había abandonado más de cien veces aquella noche, para abrir la ventana y mirar ávidamente en las profundidades de la calle, tranquila como antes de la creación del mundo. Por fin desistió, rehusó cenar, licenció a la vieja, cuyas preguntas comenzaban a importunarla, y sola, en medio de sus tapicerías de seda, bajo sus bellas cortinas y en su excelente lecho, no durmió mejor que la víspera, porque la víspera su inconsciencia, nacida de la esperanza, la hacía más feliz. Sin embargo, a fuerza de dar vueltas, de crisparse, de desesperarse contra su mala suerte, Juana encontró una excusa para el cardenal. Lo primero: que era cardenal, gran

limosnero, que tenía mil asuntos inquietantes y, por consiguiente, más importantes que una visita a la calle de Saint-Claude. Después, esta otra excusa: él no conocía a esta pequeña condesa de Valois, circunstancia muy consoladora para Juana. ¡Oh, realmente habría sido más desolador si monsieur de Rohan hubiese faltado a su palabra después de su primera visita! Esta razón que se dio Juana a sí misma necesitaba una prueba para parecer buena, y no dudó: saltó del lecho, encendió las mariposas de la lamparilla y se miró largo tiempo al espejo. Después del examen sonrió, apagó las mariposas y se acostó. La excusa era buena. XV EL CARDENAL DE ROHAN A la mañana siguiente, Juana, sin descorazonarse, comenzó su arreglo personal y el del apartamento. El espejo le había demostrado que monsieur de Rohan acudiría por poco que él hubiera oído hablar de ella. Eran las siete y el fuego del salón ardía en todo su esplendor cuando una carroza rodó por la cuesta de la calle Saint-Claude. Juana no tuvo tiempo de acercarse a la ventana ni de impacientarse. De la carroza descendió un hombre envuelto en un grueso abrigo; después, la puerta de la casa se cerró a su espalda y la carroza se dirigió a una pequeña calle vecina, en espera del regreso del dueño. Pronto sonó la campanilla, y el corazón de Juana de la Motte batió tan fuerte que los latidos se podían oír. Pero, avergonzada de ceder a una emoción tan poco razonable, Juana ordenó silencio a su corazón, colocó lo mejor que le fue posible un bordado en la mesa, una partitura nueva en el clavecino y una gaceta en el rincón de la chimenea. Al cabo de unos segundos, el ama Clotilde le anunció a la condesa: —La persona que os escribió anteayer. —Hacedla entrar. Un paso ligero, zapatos crujientes, un hermoso personaje vestido de terciopelo y seda, alta la cabeza y pareciendo tener la estatura de diez codos, fue lo que vio Juana al levantarse para recibirlo. Se había sentido impresionada desagradablemente por el «incógnito» guardado por la «persona». Así, decidiéndose a tomar la ventaja de la mujer que ha reflexionado, preguntó, no con acento de protegida, sino de protectora: —¿A quién tengo el honor de hablar? El príncipe miró a la puerta del salón, tras la cual Clotilde había desaparecido. —Soy el cardenal de Rohan. A lo que Juana de la Motte, fingiendo enrojecer y confundirse en humildades, respondió con una reverencia digna de hacérsela a los reyes. Después acercó un sillón, y en lugar de sentarse en una silla, como aconsejaba el respeto, se acomodó en el gran sitial. El cardenal, viendo que cada uno podía colocarse a su gusto, puso su sombrero sobre la mesa, y mirando cara a cara a Juana, que le contemplaba también, dijo: —¿Es verdad, mademoiselle...? —Madame —precisó Juana. —Perdón, lo olvidaba. ¿Es, pues, verdad, madame...?

limosnero, que tenía mil asuntos inquietantes y, por consiguiente, más importantes que<br />

una visita a la calle de Saint-Claude.<br />

Después, esta otra excusa: él no conocía a esta pequeña condesa de Valois,<br />

circunstancia muy consoladora para Juana. ¡Oh, realmente habría sido más desolador si<br />

monsieur de Rohan hubiese faltado a su palabra después de su primera visita!<br />

Esta razón que se dio Juana a sí misma necesitaba una prueba para parecer buena, y no<br />

dudó: saltó del lecho, encendió las mariposas de la lamparilla y se miró largo tiempo al<br />

espejo. Después del examen sonrió, apagó las mariposas y se acostó. La excusa era<br />

buena.<br />

XV<br />

<strong>EL</strong> CAR<strong>DE</strong>NAL <strong>DE</strong> ROHAN<br />

A la mañana siguiente, Juana, sin descorazonarse, comenzó su arreglo personal y el del<br />

apartamento.<br />

El espejo le había demostrado que monsieur de Rohan acudiría por poco que él hubiera<br />

oído hablar de ella.<br />

Eran las siete y el fuego del salón ardía en todo su esplendor cuando una carroza rodó<br />

por la cuesta de la calle Saint-Claude.<br />

Juana no tuvo tiempo de acercarse a la ventana ni de impacientarse. De la carroza<br />

descendió un hombre envuelto en un grueso abrigo; después, la puerta de la casa se<br />

cerró a su espalda y la carroza se dirigió a una pequeña calle vecina, en espera del<br />

regreso del dueño.<br />

Pronto sonó la campanilla, y el corazón de Juana de la Motte batió tan fuerte que los<br />

latidos se podían oír.<br />

Pero, avergonzada de ceder a una emoción tan poco razonable, Juana ordenó silencio a<br />

su corazón, colocó lo mejor que le fue posible un bordado en la mesa, una partitura<br />

nueva en el clavecino y una gaceta en el rincón de la chimenea.<br />

Al cabo de unos segundos, el ama Clotilde le anunció a la condesa:<br />

—La persona que os escribió anteayer.<br />

—Hacedla entrar.<br />

Un paso ligero, zapatos crujientes, un hermoso personaje vestido de terciopelo y seda,<br />

alta la cabeza y pareciendo tener la estatura de diez codos, fue lo que vio Juana al<br />

levantarse para recibirlo.<br />

Se había sentido impresionada desagradablemente por el «incógnito» guardado por la<br />

«persona».<br />

Así, decidiéndose a tomar la ventaja de la mujer que ha reflexionado, preguntó, no con<br />

acento de protegida, sino de protectora:<br />

—¿A quién tengo el honor de hablar?<br />

El príncipe miró a la puerta del salón, tras la cual Clotilde había desaparecido.<br />

—Soy el cardenal de Rohan.<br />

A lo que Juana de la Motte, fingiendo enrojecer y confundirse en humildades, respondió<br />

con una reverencia digna de hacérsela a los reyes.<br />

Después acercó un sillón, y en lugar de sentarse en una silla, como aconsejaba el<br />

respeto, se acomodó en el gran sitial.<br />

El cardenal, viendo que cada uno podía colocarse a su gusto, puso su sombrero sobre la<br />

mesa, y mirando cara a cara a Juana, que le contemplaba también, dijo:<br />

—¿Es verdad, mademoiselle...?<br />

—Madame —precisó Juana.<br />

—Perdón, lo olvidaba. ¿Es, pues, verdad, madame...?

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