EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Y le tendió la mano. Y mientras De Charny, pálido de alegría, posaba en ella sus labios, Felipe, pálido de dolor, trataba de ocultarse entre las amplias cortinas del salón. Andrea también había palidecido, sin imaginar lo que sufría su hermano. La voz del conde de Artois rompió esta escena, que hubiera sido tan curiosa para un espectador. —Ah, querido hermano, acercaos; os habéis perdido un buen espectáculo, la recepción de De Suffren. En verdad ha sido un momento que no olvidarán los corazones franceses. ¿Cómo diablos habéis faltado a él, vos que sois el hombre exacto por excelencia? El conde de Provenza se pellizcaba sus labios, saludó distraídamente a la reina y contestó con palabras triviales. Después, y en voz baja, le dijo a De Favras, su capitán de guardia: —¿Cómo se ha conseguido que esté en Versalles? —Monseñor, me lo estoy preguntando desde hace una hora y todavía no he logrado comprenderlo. XIII LOS CIEN LUISES DE LA REINA Ahora que hemos renovado el conocimiento de nuestros lectores con los principales personajes de esta historia; ahora que les hemos introducido en la casita del conde de Artois y en el palacio de Luis XIV en Versalles, vamos a llevarlos a esta casa de la calle Saint-Claude, donde la reina de Francia había entrado de incógnito y subió con Andrea de Taverney al cuarto piso. Una vez se hubo ido la reina, Juana de la Motte contó y volvió a contar los cien luises que acababan de caerle tan milagrosamente del cielo. Cincuenta bellos dobles luises de cuarenta y ocho libras que, depositados sobre la pobre mesa, resplandecían a los escasos reflejos de la lámpara, y parecían humillar con su aristocrática belleza todo lo que había de miseria en la humilde estancia. Después de recrearse en la alegría de poseer esa fortuna, Juana de la Motte no conocía un placer más grande que el de que la viesen. La posesión no era nada para ella si este hecho no hacía nacer la envidia. Le repugnaba desde hacía tiempo tener a su camarera por confidente de su miseria, y ahora se iba a desquitar teniéndola por confidente de su fortuna. Entonces llamó al ama Clotilde, que seguía en la antecámara quitando el polvo y limpiando la lámpara que se reflejaba en el cristal de la mesa. —Clotilde, venid y mirad. —¡Oh! —exclamó la vieja, juntando las manos y alargando el cuello. —¿Estabais inquieta por vuestra paga? —Oh, madame, nunca he dicho una palabra. Madre de Dios... Yo le pedí a la señora condesa que me pagase cuando pudiera y esto era natural, pues no he recibido nada desde hace tres meses. —¿Creéis que aquí hay bastante para pagaros? —¡Jesús, madame! ¿Que si hay bastante para pagarme? ¡Y para hacerme rica toda mi vida! Juana de la Motte miró a la vieja encogiéndose de hombros, con un movimiento desdeñoso. —Me enorgullece que ciertas personas recuerden el nombre que llevo, mientras que los que deben acordarse lo olvidan. —¿En qué vais a emplear ese dinero? —preguntó Clotilde.

—En todo. —Yo pienso, madame, que lo más urgente sería reparar la cocina, porque ahora que tenéis dinero pensaréis, creo yo, en comer, ¿verdad? —Silencio; llaman. —Madame se engaña —dijo la vieja, pues, como siempre, quería ahorrar pasos. —Os he dicho que sí. —Yo aseguro que no. —Id a ver. —No he oído nada. —Sí, como antes, que tampoco habíais oído nada. ¿Y qué habría ocurrido si las dos damas no hubiesen entrado? Este razonamiento pareció convencer al ama Clotilde, que se dirigió a la puerta. —¿Oís ahora? —Pues es verdad —dijo la vieja—. Ya voy, ya voy. Juana de la Motte se complació en hacer deslizar los cincuenta dobles luises de la mesa en su mano, y después los metió en un cajón del armario. Y murmuró al cerrar el cajón: —Gracias, Providencia, por este centenar de luises. Estas palabras las pronunció con tan escéptica avidez que habrían hecho sonreír a Voltaire. La puerta de la escalera se había abierto y un andar recio se oyó en la habitación contigua, y algunas palabras entre el visitante y Clotilde, sin que la condesa pudiese recogerlas. Después, la puerta se cerró, los pasos se perdieron en la escalera y la vieja entró con una carta en la mano, dándosela a su dueña. La condesa examinó la letra del sobre, preguntando: —¿Un criado? —Sí, madame. —¿Qué librea? —Sin librea. —¿Es, pues, un grisón? —Sí. —Conozco estas armas —dijo madame de la Motte, volviendo a mirar el sello. Después, aproximándolo a la lámpara, agregó: —Dos gules y nueve rombos de oro. ¿Quién lleva gules y nueve rombos de oro? Y buscó un instante en sus recuerdos, pero inútilmente. —Veamos la carta. Y habiéndola abierto con cuidado para no romper el sello, leyó: «Madame, la persona que vos habéis solicitado podrá veros mañana a la noche, si sois tan amable de abrirle vuestra puerta.» —¿Esto es todo? La condesa trató nuevamente de hacer memoria. —He escrito a tantas personas... Veamos a quién he escrito yo... A todo el mundo. ¿Es un hombre o es una mujer quien me responde? La letra no dice nada, es insignificante. Letra de secretario... ¿El estilo? Estilo de protector, frío y ambiguo. «La persona que vos habéis solicitado.» —La frase tiene la intención de ser humillante. Creo que puede ser una mujer. «Podrá veros mañana a la noche, si sois tan amable de abrirle vuestra puerta.» —Pero una mujer habría dicho: «Os esperaré mañana a la noche». Es un hombre... Sin embargo, las damas de ayer vinieron y eran grandes damas. Y sin firma. ¿Quién lleva gules en nueve rombos de oro? ¡Oh...! —exclamó—. ¿He perdido la cabeza? Los

Y le tendió la mano.<br />

Y mientras De Charny, pálido de alegría, posaba en ella sus labios, Felipe, pálido de<br />

dolor, trataba de ocultarse entre las amplias cortinas del salón. Andrea también había<br />

palidecido, sin imaginar lo que sufría su hermano.<br />

La voz del conde de Artois rompió esta escena, que hubiera sido tan curiosa para un<br />

espectador.<br />

—Ah, querido hermano, acercaos; os habéis perdido un buen espectáculo, la recepción<br />

de De Suffren. En verdad ha sido un momento que no olvidarán los corazones franceses.<br />

¿Cómo diablos habéis faltado a él, vos que sois el hombre exacto por excelencia?<br />

El conde de Provenza se pellizcaba sus labios, saludó distraídamente a la reina y<br />

contestó con palabras triviales.<br />

Después, y en voz baja, le dijo a De Favras, su capitán de guardia:<br />

—¿Cómo se ha conseguido que esté en Versalles?<br />

—Monseñor, me lo estoy preguntando desde hace una hora y todavía no he logrado<br />

comprenderlo.<br />

XIII<br />

LOS CIEN LUISES <strong>DE</strong> <strong>LA</strong> <strong>REINA</strong><br />

Ahora que hemos renovado el conocimiento de nuestros lectores con los principales<br />

personajes de esta historia; ahora que les hemos introducido en la casita del conde de<br />

Artois y en el palacio de Luis XIV en Versalles, vamos a llevarlos a esta casa de la calle<br />

Saint-Claude, donde la reina de Francia había entrado de incógnito y subió con Andrea<br />

de Taverney al cuarto piso.<br />

Una vez se hubo ido la reina, Juana de la Motte contó y volvió a contar los cien luises<br />

que acababan de caerle tan milagrosamente del cielo.<br />

Cincuenta bellos dobles luises de cuarenta y ocho libras que, depositados sobre la pobre<br />

mesa, resplandecían a los escasos reflejos de la lámpara, y parecían humillar con su<br />

aristocrática belleza todo lo que había de miseria en la humilde estancia.<br />

Después de recrearse en la alegría de poseer esa fortuna, Juana de la Motte no conocía<br />

un placer más grande que el de que la viesen. La posesión no era nada para ella si este<br />

hecho no hacía nacer la envidia.<br />

Le repugnaba desde hacía tiempo tener a su camarera por confidente de su miseria, y<br />

ahora se iba a desquitar teniéndola por confidente de su fortuna. Entonces llamó al ama<br />

Clotilde, que seguía en la antecámara quitando el polvo y limpiando la lámpara que se<br />

reflejaba en el cristal de la mesa.<br />

—Clotilde, venid y mirad.<br />

—¡Oh! —exclamó la vieja, juntando las manos y alargando el cuello.<br />

—¿Estabais inquieta por vuestra paga?<br />

—Oh, madame, nunca he dicho una palabra. Madre de Dios... Yo le pedí a la señora<br />

condesa que me pagase cuando pudiera y esto era natural, pues no he recibido nada<br />

desde hace tres meses.<br />

—¿Creéis que aquí hay bastante para pagaros?<br />

—¡Jesús, madame! ¿Que si hay bastante para pagarme? ¡Y para hacerme rica toda mi<br />

vida!<br />

Juana de la Motte miró a la vieja encogiéndose de hombros, con un movimiento<br />

desdeñoso.<br />

—Me enorgullece que ciertas personas recuerden el nombre que llevo, mientras que los<br />

que deben acordarse lo olvidan.<br />

—¿En qué vais a emplear ese dinero? —preguntó Clotilde.

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