EL COLLAR DE LA REINA
El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848
príncipe de Rohan. Ese odio minaba sordamente la corte y complicaba la postura del cardenal, quien cada vez que veía a la reina recibía la glacial acogida que hemos indicado. Pero por grande que fuese el desprecio de que era objeto, Louis de Rohan no abandonaba ninguna ocasión de acercarse a María Antonieta, y los medios no le faltaban toda vez que era el gran limosnero de la corte. Nunca se había quejado, jamás le había dicho nada a nadie. Un pequeño círculo de amigos, entre los cuales se distinguía el barón de Planta, oficial alemán y su confidente, servía para consolarle de los desprecios reales cuando las damas de la corte se mostraban también severas con el cardenal, porque todas imitaban a la reina. El cardenal acababa de pasar como una sombra sobre el cuadro risueño que se representaba en la imaginación de la reina, y apenas se separó de ella, María Antonieta volvió a serenarse. —¿Sabéis —dijo a la princesa de Lamballe— que la bravura de ese joven, sobrino del oficial del rey, es una de las más notables de esta guerra? ¿Cómo se llama? —De Charny —respondió la princesa. Después, volviéndose a Andrea, le preguntó: —¿Charny? —Sí, Alteza. —Pues me gustaría que monsieur de Charny nos cuente el episodio. ¿Aún se encuentra aquí? Un oficial salió en seguida para transmitir el deseo de la reina. En el mismo instante, al mirar a su alrededor, se dio cuenta de la presencia de Felipe, e impaciente, como siempre, le dijo: —Monsieur de Taverney, id a buscarle. Felipe enrojeció; «quizá —pensó para sí— debía haber previsto el deseo de su soberana», y salió en busca del afortunado. Monsieur de Charny llegó un instante después, entre los dos mensajeros de la reina, la cual pudo entonces examinarle con mejor atención que la que le había concedido la víspera. Era un joven de unos veintiocho años, esbelto y delgado. Su rostro, delicado y grave, acusaba cierta energía cada vez que fijaba en alguien sus grandes ojos azules. Por extraño que pareciese en un hombre que acababa de llegar de hacer la guerra en la India, era tan blanco como Felipe moreno. Cuando se acercó al grupo en cuyo centro estaba la reina, no había demostrado que conociese a mademoiselle de Taverney ni a la reina. Rodeado de oficiales que le interrogaban y a los cuales él respondía cortésmente, parecía haber olvidado que había un rey con el que había hablado y una reina que le había mirado. Esta cortesía, esta reserva, eran de tal naturaleza que le hacían resaltar mucho más a los ojos de la reina, tan puntillosa respecto al proceder de la gente. No era solamente a los demás a quienes De Charny tenía que ocultar su sorpresa ante la vista tan inesperada de la dama del coche de alquiler. La suprema prudencia sería conseguir que ella no creyese que la había reconocido. De Charny, pues, tuvo el tacto de no levantar los ojos ante la reina mientras ella no le dirigiese la palabra. —Monsieur de Charny —le dijo la reina—, estas damas desean, y me parece natural porque yo también lo deseo, conocer el suceso del barco con todos sus detalles. —Madame —repuso el joven marino, en medio de un profundo silencio—, suplico a Vuestra Majestad, y no por modestia, sino por justicia, que me dispense este relato; lo que yo hice como oficial del Séveré, diez camaradas oficiales pensaron hacerlo al mismo tiempo que yo; si me anticipé, es mi único mérito. Hacer de esto, que no tiene
importancia, una historia a Su Majestad, entiendo que sería una vanidad, y vuestro noble corazón lo comprenderá. »El ex comandante del Séveré —prosiguió De Charny— es un bravo oficial que aquel día perdió la cabeza. Vos, madame, habéis oído decir sin duda a los más valientes que no se es bravo todos los días y que a veces bastan diez minutos para recobrarse. Nuestra determinación de no rendirnos le obligó a ello, recuperó su valor, desde aquel momento fue el más valiente de todos. Es por eso por lo que pido a Vuestra Majestad que no exagere el mérito de mi acción, porque sería la mayor humillación de un bravo oficial que llora todos los días el olvido de un minuto. —Bien, bien —dijo la reina, emocionada y radiante de alegría al oír el favorable murmullo que las generosas palabras del joven oficial habían levantado—. Muy bien, monsieur de Charny, sois un hombre leal, como yo os suponía. El oficial levantó la cabeza y un rubor juvenil le tiñó su rostro; sus ojos iban de la reina a Andrea con una especie de espanto, temblando ante aquella naturaleza tan generosa y temeraria en su generosidad. De Charny no estaba equivocado. —Porque —continuó la intrépida reina— conviene que sepáis que a monsieur de Charny, este joven oficial desembarcado ayer y desconocido, ya le conocíamos nosotras antes de que nos fuese presentado esta noche, y merece ser conocido y admirado por todas las mujeres. Viendo que la reina iba a hablar, que iba a contar una historia de la cual cada uno podía deducir un pequeño escándalo o un pequeño secreto, se agruparon todos y todas alrededor de la reina, escuchando con una avidez asfixiante. —Figuraos, señoras —dijo la reina—, que monsieur de Charny es tan indulgente con las damas como es despiadado con los ingleses. Se me ha contado de él una historia que todavía le honra más. —Oh, madame... —balbució él. Se adivinaba que las palabras de la reina, la presencia de aquel al cual se dirigían no hicieran más que redoblar la curiosidad. De Charny, sudoroso y abrumado, habría dado un año de su vida por encontrarse todavía en la India. —He aquí lo ocurrido —prosiguió la reina—. A dos damas que yo conozco se les había hecho tarde, perdidas entre el gentío. Corrían un peligro cierto, un gran peligro. Monsieur de Charny pasaba en aquel momento por azar, o mejor si digo por suerte; apartó a los grupos y, sin conocerlas, pues era difícil que supiese su rango, tomó a las dos damas bajo su protección y las acompañó lejos..., a diez leguas de París, según creo. —Oh, Vuestra Majestad exagera —dijo, riendo, De Charny, tranquilizado por el giro que había tomado la narración. —Digamos cinco leguas y no hablemos más —interrumpió el conde de Artois, mezclándose en la conversación. —Sea, hermano —continuó la reina—, pero lo más noble fue que monsieur de Charny no intentó saber el nombre de las dos damas a quienes había rendido su servicio, sino que las dejó donde ellas le indicaron, y se alejó sin volver la cabeza, sin intentar averiguar. Hubo un nuevo murmullo de admiración; De Charny fue elogiado por veinte mujeres a la vez. —Es bello, ¿verdad? —concluyó la reina—. Un caballero de la Tabla Redonda no lo habría hecho mejor. —Es soberbio —convino el coro. —Monsieur de Charny —continuó la reina—, el rey está sin duda ocupado en recompensar a De Suffren, vuestro tío, y yo quisiera hacer algo por el sobrino de ese gran hombre.
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- Page 56 and 57: —También se los he ofrecido. —
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- Page 68 and 69: Y sacudió la cabeza. —¿Rehusái
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- Page 74 and 75: —Había enviado a su casa a mi ay
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importancia, una historia a Su Majestad, entiendo que sería una vanidad, y vuestro<br />
noble corazón lo comprenderá.<br />
»El ex comandante del Séveré —prosiguió De Charny— es un bravo oficial que aquel<br />
día perdió la cabeza. Vos, madame, habéis oído decir sin duda a los más valientes que<br />
no se es bravo todos los días y que a veces bastan diez minutos para recobrarse. Nuestra<br />
determinación de no rendirnos le obligó a ello, recuperó su valor, desde aquel momento<br />
fue el más valiente de todos. Es por eso por lo que pido a Vuestra Majestad que no<br />
exagere el mérito de mi acción, porque sería la mayor humillación de un bravo oficial<br />
que llora todos los días el olvido de un minuto.<br />
—Bien, bien —dijo la reina, emocionada y radiante de alegría al oír el favorable<br />
murmullo que las generosas palabras del joven oficial habían levantado—. Muy bien,<br />
monsieur de Charny, sois un hombre leal, como yo os suponía.<br />
El oficial levantó la cabeza y un rubor juvenil le tiñó su rostro; sus ojos iban de la reina<br />
a Andrea con una especie de espanto, temblando ante aquella naturaleza tan generosa y<br />
temeraria en su generosidad. De Charny no estaba equivocado.<br />
—Porque —continuó la intrépida reina— conviene que sepáis que a monsieur de<br />
Charny, este joven oficial desembarcado ayer y desconocido, ya le conocíamos nosotras<br />
antes de que nos fuese presentado esta noche, y merece ser conocido y admirado por<br />
todas las mujeres.<br />
Viendo que la reina iba a hablar, que iba a contar una historia de la cual cada uno podía<br />
deducir un pequeño escándalo o un pequeño secreto, se agruparon todos y todas<br />
alrededor de la reina, escuchando con una avidez asfixiante.<br />
—Figuraos, señoras —dijo la reina—, que monsieur de Charny es tan indulgente con las<br />
damas como es despiadado con los ingleses. Se me ha contado de él una historia que<br />
todavía le honra más.<br />
—Oh, madame... —balbució él.<br />
Se adivinaba que las palabras de la reina, la presencia de aquel al cual se dirigían no<br />
hicieran más que redoblar la curiosidad. De Charny, sudoroso y abrumado, habría dado<br />
un año de su vida por encontrarse todavía en la India.<br />
—He aquí lo ocurrido —prosiguió la reina—. A dos damas que yo conozco se les había<br />
hecho tarde, perdidas entre el gentío. Corrían un peligro cierto, un gran peligro.<br />
Monsieur de Charny pasaba en aquel momento por azar, o mejor si digo por suerte;<br />
apartó a los grupos y, sin conocerlas, pues era difícil que supiese su rango, tomó a las<br />
dos damas bajo su protección y las acompañó lejos..., a diez leguas de París, según creo.<br />
—Oh, Vuestra Majestad exagera —dijo, riendo, De Charny, tranquilizado por el giro<br />
que había tomado la narración.<br />
—Digamos cinco leguas y no hablemos más —interrumpió el conde de Artois,<br />
mezclándose en la conversación.<br />
—Sea, hermano —continuó la reina—, pero lo más noble fue que monsieur de Charny<br />
no intentó saber el nombre de las dos damas a quienes había rendido su servicio, sino<br />
que las dejó donde ellas le indicaron, y se alejó sin volver la cabeza, sin intentar<br />
averiguar.<br />
Hubo un nuevo murmullo de admiración; De Charny fue elogiado por veinte mujeres a<br />
la vez.<br />
—Es bello, ¿verdad? —concluyó la reina—. Un caballero de la Tabla Redonda no lo<br />
habría hecho mejor.<br />
—Es soberbio —convino el coro.<br />
—Monsieur de Charny —continuó la reina—, el rey está sin duda ocupado en<br />
recompensar a De Suffren, vuestro tío, y yo quisiera hacer algo por el sobrino de ese<br />
gran hombre.