EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Para explicar esta simpatía de Francia hacia monsieur de Suffren, para hacer comprender el interés que un rey, que una reina, que un príncipe de sangre real ponían en ser los primeros en saludar a De Suffren, pocas palabras bastarán. De Suffren es un hombre esencialmente francés, como Turenne, como Catinat, como Jean-Bart. Después de la guerra con Inglaterra, o más bien después del último período bélico que precedió a la paz, el comendador de Suffren había librado siete grandes batallas navales sin sufrir una derrota; había tomado Trinquemale y Gondelour, asegurado las posesiones francesas, limpiado el mar y enseñado al Mabab Haider-Aly que Francia era la primera potencia de Europa. Había aportado al ejercicio de la profesión de marino toda la diplomacia de un negociante sutil y honrado, toda la bravura y la táctica de un soldado, toda la habilidad de un sabio administrador. Valeroso, infatigable, orgulloso cuando se trataba del honor del pabellón francés, había castigado a los ingleses por tierra y por mar, hasta tal punto que estos reputados marinos no se atrevían a coronar una victoria comenzada o a intentar un ataque contra De Suffren cuando el león enseñaba los dientes. Después de la acción, durante la cual había expuesto la vida con la inconsciencia del último marinero, se le había visto humano, generoso, compasivo; era el tipo del verdadero marino, un poco olvidado después de Jean-Bart y de Duguay-Trouin, que Francia volvía a encontrar en De Suffren. No trataremos de pintar el entusiasmo, los rumores, que su llegada a Versalles hizo estallar entre los gentileshombres convocados. De Suffren era un hombre de unos cincuenta y seis años, grueso, bajo, ojos de fuego, gesto noble y fácil. Ágil a pesar de su obesidad, majestuoso a pesar de su sencillez, llevaba con altivez su melena leonina; como hombre habituado a superar todas las dificultades, había encontrado el medio de hacerse vestir y peinar en su carroza. Llevaba un traje bordado en oro, la casaca roja, el pantalón azul. Había conservado el cuello militar sobre el cual su poderoso mentón descansaba como complemento de su enorme cabeza. Cuando entró en la sala de guardia, alguien dijo una palabra a De Castries, el cual, paseando de un lado a otro con impaciencia, gritó: —¡El caballero de Suffren, señores! En el acto, los guardias cogieron sus mosquetones y se alinearon como si se tratase del rey de Francia, y el oficial real, después de pasar, había formado detrás de él y en buen orden cuatro por cuatro, como para servirle de cortejo. El, estrechando las manos de monsieur de Castries, trató de besarle, pero el ministro de Marina le respondió suavemente: —No, no, monsieur —dijo—; no quiero privaros de la felicidad de abrazar, antes que nadie, a alguien que es más digno que yo. Y llevó a De Suffren hasta Luis XVI. —¡El oficial real! —exclamó el rey, y seguidamente agregó—: Sed bienvenido a Versalles. Traéis la gloria, traéis todo lo que los héroes dan a sus contemporáneos. Abrazadme, señor oficial del rey. De Suffren había doblado la rodilla, pero el rey le levantó y le abrazó tan cordialmente que un estremecimiento de júbilo y de triunfo recorrió toda la asamblea. Sin el respeto al rey, los asistentes se hubieran confundido en vítores y en gritos de aprobación. El rey se volvió hacia la reina, diciéndole: —Madame, he aquí al caballero de Suffren, el vencedor de Trinquemale y de Gondelour, el terror de nuestros vecinos los ingleses; para mí, un Jean-Bart.

—Monsieur —dijo la reina—, yo no tengo elogios que haceros. Sabed solamente que no habéis ordenado un cañonazo por la gloria de Francia sin que mi corazón haya latido de admiración y de reconocimiento. La reina apenas había acabado cuando el conde de Artois se aproximó con su hijo, el duque de Angulema. —Hijo mío —le dijo—, estás viendo a un héroe. Mírale bien porque los héroes no se prodigan. —Monseñor —respondió el joven príncipe a su padre—, yo he leído Los grandes hombres, de Plutarco, pero no los veía. Os agradezco el haberme mostrado a monsieur de Suffren. Por el murmullo que se hizo a su alrededor, el niño comprendió que acababa de decir la palabra que faltaba. Entonces, el rey tomó el brazo de De Suffren y se dispuso a llevarlo a su gabinete, para hablar como un geógrafo de sus viajes y de su expedición. Pero De Suffren opuso una respetuosa resistencia. —Sire —dijo—, permitidme, puesto que Vuestra Majestad tiene tantas bondades para mí... —No sigáis. ¿Me queréis pedir algo, monsieur de Suffren? —Sire, uno de mis oficiales ha cometido contra la disciplina una falta tan grave, que he pensado que Vuestra Majestad debe ser el único juez. —Monsieur —dijo el rey—, yo esperaba que vuestra primera petición sería un favor y no un castigo. —Vuestra Majestad ya ha tenido el honor de decirlo; juzgará y dirá lo que se debe hacer. —Os escucho. —En el último combate, el oficial de quien hablo se encontraba en el Séveré. —El barco que arrió su bandera —dijo el rey, frunciendo las cejas. —Sire, el capitán del Séveré había arriado su bandera —respondió De Suffren, inclinándose—, y ya sir Hugo, el almirante inglés, enviaba una embarcación para abordar la presa, pero el primer oficial del barco, que vigilaba las baterías del entrepuente, habiéndose apercibido de que el fuego cesaba, y habiendo recibido la orden de hacer callar los cañones, subió al puente, y vio entonces la bandera arriada y al capitán dispuesto a rendirse. Pido perdón a Vuestra Majestad, pero ante este espectáculo, lo que había en él de sangre francesa se rebeló. Cogió la bandera que tenía a su alcance, blandió un martillo, y, ordenando reanudar el ataque, fue a clavar la bandera bajo el fuego. A este suceso, Sire, se debe el que el Séveré siga en poder de Vuestra Majestad. —¡Hermosa hazaña! —dijo el rey. —¡Valiente acción! —dijo la reina. —Sí, sí, Sire; sí, madame, pero es una grave infracción de la disciplina. La orden la había dado el capitán y el oficial debía obedecerla. Yo os pido, pues, gracia para él, Sire, y os la pido con tanta más insistencia porque es mi sobrino. —¿Vuestro sobrino? Nunca me hablasteis de él. —Al rey, no, pero he tenido el honor de hacer mi relación al ministro de Marina, rogándole que no le dijera nada a Su Majestad antes de que no obtuviese gracia para el culpable. —Concedido, concedido —repuso el rey—, y prometo de antemano mi protección a toda indisciplina que sepa defender así la bandera y al rey de Francia. Habéis debido presentarme a ese oficial, señor oficial del rey. —Está aquí —contestó De Suffren—, y puesto que Vuestra Majestad lo permite...

—Monsieur —dijo la reina—, yo no tengo elogios que haceros. Sabed solamente que no<br />

habéis ordenado un cañonazo por la gloria de Francia sin que mi corazón haya latido de<br />

admiración y de reconocimiento.<br />

La reina apenas había acabado cuando el conde de Artois se aproximó con su hijo, el<br />

duque de Angulema.<br />

—Hijo mío —le dijo—, estás viendo a un héroe. Mírale bien porque los héroes no se<br />

prodigan.<br />

—Monseñor —respondió el joven príncipe a su padre—, yo he leído Los grandes<br />

hombres, de Plutarco, pero no los veía. Os agradezco el haberme mostrado a monsieur<br />

de Suffren.<br />

Por el murmullo que se hizo a su alrededor, el niño comprendió que acababa de decir la<br />

palabra que faltaba.<br />

Entonces, el rey tomó el brazo de De Suffren y se dispuso a llevarlo a su gabinete, para<br />

hablar como un geógrafo de sus viajes y de su expedición. Pero De Suffren opuso una<br />

respetuosa resistencia.<br />

—Sire —dijo—, permitidme, puesto que Vuestra Majestad tiene tantas bondades para<br />

mí...<br />

—No sigáis. ¿Me queréis pedir algo, monsieur de Suffren?<br />

—Sire, uno de mis oficiales ha cometido contra la disciplina una falta tan grave, que he<br />

pensado que Vuestra Majestad debe ser el único juez.<br />

—Monsieur —dijo el rey—, yo esperaba que vuestra primera petición sería un favor y<br />

no un castigo.<br />

—Vuestra Majestad ya ha tenido el honor de decirlo; juzgará y dirá lo que se debe<br />

hacer.<br />

—Os escucho.<br />

—En el último combate, el oficial de quien hablo se encontraba en el Séveré.<br />

—El barco que arrió su bandera —dijo el rey, frunciendo las cejas.<br />

—Sire, el capitán del Séveré había arriado su bandera —respondió De Suffren,<br />

inclinándose—, y ya sir Hugo, el almirante inglés, enviaba una embarcación para<br />

abordar la presa, pero el primer oficial del barco, que vigilaba las baterías del<br />

entrepuente, habiéndose apercibido de que el fuego cesaba, y habiendo recibido la orden<br />

de hacer callar los cañones, subió al puente, y vio entonces la bandera arriada y al<br />

capitán dispuesto a rendirse. Pido perdón a Vuestra Majestad, pero ante este<br />

espectáculo, lo que había en él de sangre francesa se rebeló. Cogió la bandera que tenía<br />

a su alcance, blandió un martillo, y, ordenando reanudar el ataque, fue a clavar la<br />

bandera bajo el fuego. A este suceso, Sire, se debe el que el Séveré siga en poder de<br />

Vuestra Majestad.<br />

—¡Hermosa hazaña! —dijo el rey.<br />

—¡Valiente acción! —dijo la reina.<br />

—Sí, sí, Sire; sí, madame, pero es una grave infracción de la disciplina. La orden la<br />

había dado el capitán y el oficial debía obedecerla. Yo os pido, pues, gracia para él,<br />

Sire, y os la pido con tanta más insistencia porque es mi sobrino.<br />

—¿Vuestro sobrino? Nunca me hablasteis de él.<br />

—Al rey, no, pero he tenido el honor de hacer mi relación al ministro de Marina,<br />

rogándole que no le dijera nada a Su Majestad antes de que no obtuviese gracia para el<br />

culpable.<br />

—Concedido, concedido —repuso el rey—, y prometo de antemano mi protección a<br />

toda indisciplina que sepa defender así la bandera y al rey de Francia. Habéis debido<br />

presentarme a ese oficial, señor oficial del rey.<br />

—Está aquí —contestó De Suffren—, y puesto que Vuestra Majestad lo permite...

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