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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Felipe, admitido en la partida y colocado frente a su hermana, absorbía con todos los<br />

sentidos la impresión desconocida y asombrosa del pavor que volvía a inquietar su<br />

alma.<br />

Las palabras de su padre seguían atormentándole. Se preguntaba si en efecto el viejo,<br />

que había visto tres o cuatro reinados de favoritos, no sabía con exactitud la historia de<br />

los tiempos y de las costumbres. Se preguntaba si el puritanismo, en el que hay un matiz<br />

de adoración religiosa, no era algo ridículo que él había traído de lejanas tierras.<br />

La reina, tan poética, tan bella, tan fraternal para él, ¿no era más que una coqueta<br />

terrible, ansiosa de encadenar una pasión más a sus recuerdos, como el entomólogo<br />

toma un insecto o una mariposa bajo su cristal, sin inquietarse por lo que sufre cuando<br />

un alfiler le atraviesa el corazón?<br />

Sin embargo, la reina no era una mujer vulgar, de un carácter banal. Una mirada suya<br />

significaba algo, y jamás dejaba caer una mirada sin calcular a quién iba dirigida.<br />

«De Coigny y De Vaudreuil —se repetía Felipe— han amado a la reina y han sido<br />

amados por ella. ¿Por qué, por qué esta calumnia tan vil? ¿Por qué un rayo de luz no se<br />

desliza en este profundo abismo que se llama un corazón de mujer, más profundo<br />

todavía cuando es un corazón de reina?»<br />

Y mientras Felipe daba vueltas a esos dos nombres, miraba al extremo de la mesa a De<br />

Coigny y a De Vaudreuil, quienes por pura casualidad estaban sentados juntos, mirando<br />

hacia donde no se encontraba la reina, inconscientes por no decir distraídos.<br />

Felipe se decía que era imposible que esos dos hombres hubiesen amado y estuviesen<br />

tan tranquilos, que hubiesen sido amados y fuesen tan olvidadizos. «Si la reina le amase,<br />

él se volvería loco de felicidad; si ella le olvidase después de haberle amado, se mataría<br />

de desesperación.»<br />

Y de De Coigny y De Vaudreuil, Felipe pasó a María Antonieta.<br />

Y siempre soñando, se preguntaba si aquella frente tan pura, aquella boca tan<br />

voluntariosa y su majestuosa mirada no eran los más bellos encantos de la reina, la<br />

revelación de sus profundos secretos.<br />

«¡Oh, no, no; calumnias, calumnias! Todo eran rumores que circulaban entre el pueblo,<br />

y a los cuales los intereses, los odios o las intrigas de la corte daban cierta consistencia.»<br />

Felipe se encontraba en este punto de sus reflexiones cuando dieron las siete menos<br />

cuarto en el reloj de la sala de guardia. En el mismo instante se oyó un ruido de pasos<br />

apresurados y de las culatas de los fusiles golpeando las losas. Un murmullo de voces<br />

que penetraron por la puerta entreabierta llamó la atención del rey, quien volvió la<br />

cabeza hacia atrás para oír mejor, y después hizo una señal a la reina, quien,<br />

comprendiendo inmediatamente la indicación, levantó el juego. Y cada jugador,<br />

recogiendo el dinero que tenía delante, esperaba para tomar una resolución que la reina<br />

dejase adivinar la suya.<br />

El rey y la reina pasaron a la gran sala de recepción.<br />

Un ayuda de campo de monsieur de Castries, ministro de Marina, se acercó al rey y le<br />

dijo algo al oído.<br />

—Bien, podéis ir —concedió, y le indicó a la reina—: Todo va bien.<br />

Cada uno interrogaba a su vecino con la mirada. Ese «todo va bien» dio mucho que<br />

pensar a todo el mundo.<br />

De pronto, el mariscal de Castries entró en la sala, preguntándole al rey:<br />

—¿Su Majestad quiere recibir al oficial real de Suffren, que llega de Toulon?<br />

A este nombre, pronunciado en voz alta, siguió un rumor indescriptible.<br />

—Sí, monsieur —respondió el rey—, y con el mayor placer.<br />

De Castries salió. Hubo un movimiento de expectación entre la gente que llenaba el<br />

salón al mirar hacia la puerta por donde De Castries acababa de irse.

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