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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Vos no habéis hablado seriamente, ¿verdad? Porque es imposible que un<br />

gentilhombre de tan buena raza como vos haya contribuido a extender esas calumnias<br />

propaladas por los enemigos, no solamente de la reina, no solamente de la mujer, sino<br />

también de la realeza.<br />

—Y todavía duda el noble bruto —gruñó De Taverney.<br />

—¿Me habéis hablado como hablaríais delante de Dios?<br />

—Naturalmente.<br />

—¿Delante de Dios, al que os acercáis más cada día?<br />

El joven había reanudado la conversación tan desdeñosamente interrumpida por él, lo<br />

que era un éxito para el anciano, quien dijo:<br />

—Pero me parece que soy gentilhombre, hijo mío, y que yo no miento... siempre.<br />

Este «siempre» era casi jocoso; sin embargo, Felipe no rió.<br />

—Entonces, señor, ¿vuestra opinión es que la reina ha tenido amantes?<br />

—Noticia fresca.<br />

—¿Los que me habéis nombrado?<br />

—Y otros, que sé yo; pregunta en la ciudad y en la corte; hay que venir de América para<br />

ignorar lo que se dice.<br />

—¿Y qué dice eso, sino que son unos viles libelistas?<br />

—¿Es que me estáis tomando por un gacetillero?<br />

—No, y ése es el mal, el que hombres como vos, repitiendo esas infamias y haciendo<br />

que otros les den crédito, consiguen que terminen pareciendo verdad. Querido padre,<br />

por amor de Dios, no repitáis semejantes calumnias.<br />

—Pues las repito.<br />

—¿Y por qué lo hacéis? —preguntó Felipe, con indignación.<br />

—Porque —contestó el viejo, mirando maquiavélicamente a su hijo— no me he<br />

equivocado al decirte: «Felipe, la reina vuelve; Felipe, la reina busca, la reina desea;<br />

Felipe, corre, la reina te está esperando».<br />

—Por Dios —exclamó el joven, ocultando el rostro en sus manos—, en nombre del<br />

cielo, callad, padre, o me volveréis loco.<br />

—De verdad, Felipe, que no te comprendo. ¿Es que es un crimen amar? Eso prueba que<br />

se tiene corazón, y en los ojos de esa mujer, en su voz, en su modo de caminar, ¿no<br />

sientes su corazón? Ella ama, te lo digo yo, pero tú eres un filósofo, un puritano, un<br />

cuáquero, un hombre de América; tú no amas, pero déjala mirar, déjala volver, déjala<br />

esperar, insúltala, despréciala, Felipe, es decir, Joseph de Taverney.<br />

Y tras de estas palabras, acentuadas con una ironía salvaje, el viejecillo, viendo el efecto<br />

que habían producido, se alejó como el tentador después de dar el primer consejo sobre<br />

el crimen.<br />

Felipe continuaba solo, con el corazón oprimido y el cerebro trastornado; no pensaba<br />

que desde hacía media hora seguía clavado en el mismo sitio, que la reina había<br />

terminado su paseo, que volvía y que le miraba y que le dijo al pasar:<br />

—¿No habéis ya descansado, monsieur de Taverney? Venid, nadie como vos para<br />

pasear a una reina. Dejad paso, señores.<br />

Felipe avanzó hacia ella, ciego, aturdido, ebrio.<br />

Y poniendo una mano en el respaldo del trineo, sintió como si la sangre le ardiese. La<br />

reina estaba indolentemente inclinada hacia atrás, y los dedos de Felipe habían rozado<br />

los cabellos de María Antonieta.<br />

XI<br />

<strong>DE</strong> SUFFREN

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