EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Después, en voz baja y mirando al cielo, dijo: —¿Habrá que agradecérselo a Dios? —Yo digo —exclamó el viejuco— que la reina te reclama; yo digo que la reina te busca. —Tenéis buena vista, padre —dijo secamente Felipe. —Veamos —repuso más dulcemente el viejecillo, procurando moderar su impaciencia—, déjame que te explique. Tú tienes tus razones, pero yo poseo la experiencia; veamos, mi buen Felipe, ¿eres o no eres un hombre? Felipe se encogió de hombros y no respondió. El viejo, viendo que esperaba vanamente una respuesta, fijó, más por desprecio que por necesidad, los ojos sobre su hijo, y entonces apreció la dignidad, la impenetrable reserva, la inexpugnable voluntad grabadas en el rostro de Felipe. Reprimió su dolor y se pasó el manguito por la nariz, roja de frío, y con voz dulce, como la de Orfeo hablando a las rocas de Tesalia, dijo: —Felipe, amigo mío. Veamos, escúchame. —Me parece, padre, que no hago otra cosa desde hace un cuarto de hora. «Ah —pensó el viejo—, yo te voy a hacer caer desde lo alto de tu majestad, monsieur americano; tú tienes tu lado débil; pues déjame cogerte por ese lado con mis viejas garras.» Seguidamente, le preguntó: —¿No te has apercibido de una cosa? —¿De cuál? —De una cosa que hace honor a tu ingenuidad. —Explicad, monsieur. —Es muy sencillo: llegas de América; te fuiste en el momento en que no había más que un rey sin reina, si exceptuamos a madame du Barry, una majestad poco respetable; regresas, ves a una reina y te dices «respetémosla». —Sin duda. —Pobre hijo mío... —dijo el viejo, y fingió ahogar en su manguito la tos y la risa. —¿Cómo? —exclamó Felipe—. Vos me censuráis, monsieur, que respete la realeza; vos, un De Taverney-Maison-Rouge; vos, uno de los buenos gentileshombres de Francia. —Yo no te hablo de la realeza; te hablo de la reina. —¿Y hacéis una diferencia entre las dos cosas? —¿Qué es la realeza, querido? Una corona; eso es algo intocable, ¡peste! ¿Qué es una reina? Una mujer. Una mujer es diferente; es algo tangible. —Algo tangible... —dijo Felipe, enrojeciendo de cólera y de desprecio, acompañando estas palabras con un gesto tan soberbio que ninguna mujer hubiera podido verlo sin amarle y ninguna reina sin adorarle. —Tú no crees nada de lo que te digo; pues pregunta —volvió a decir el viejecillo en voz baja y sonriendo únicamente—, pregunta a De Coigny, a De Lauzun, a De Vaudreuil. —Silencio, silencio, padre —pidió Felipe con voz sorda—, o por estas tres blasfemias, puesto que no puedo golpearos tres veces con mi espada, me golpearé a mí mismo y sin piedad. De Taverney dio un paso atrás, girando sobre sí mismo como lo hubiera hecho Richelieu a los treinta años. —De verdad, que el animal es estúpido; el caballo es un asno, el águila un ganso y el gallo un capón. Buenas noches; me has divertido; me creía antepasado de Casandra y he aquí que yo soy Valeria, que soy Adonis, que soy Apolo; buenas noches. Y giró sobre sus talones, pero Felipe detuvo al viejo antes de que saliese.

—Vos no habéis hablado seriamente, ¿verdad? Porque es imposible que un gentilhombre de tan buena raza como vos haya contribuido a extender esas calumnias propaladas por los enemigos, no solamente de la reina, no solamente de la mujer, sino también de la realeza. —Y todavía duda el noble bruto —gruñó De Taverney. —¿Me habéis hablado como hablaríais delante de Dios? —Naturalmente. —¿Delante de Dios, al que os acercáis más cada día? El joven había reanudado la conversación tan desdeñosamente interrumpida por él, lo que era un éxito para el anciano, quien dijo: —Pero me parece que soy gentilhombre, hijo mío, y que yo no miento... siempre. Este «siempre» era casi jocoso; sin embargo, Felipe no rió. —Entonces, señor, ¿vuestra opinión es que la reina ha tenido amantes? —Noticia fresca. —¿Los que me habéis nombrado? —Y otros, que sé yo; pregunta en la ciudad y en la corte; hay que venir de América para ignorar lo que se dice. —¿Y qué dice eso, sino que son unos viles libelistas? —¿Es que me estáis tomando por un gacetillero? —No, y ése es el mal, el que hombres como vos, repitiendo esas infamias y haciendo que otros les den crédito, consiguen que terminen pareciendo verdad. Querido padre, por amor de Dios, no repitáis semejantes calumnias. —Pues las repito. —¿Y por qué lo hacéis? —preguntó Felipe, con indignación. —Porque —contestó el viejo, mirando maquiavélicamente a su hijo— no me he equivocado al decirte: «Felipe, la reina vuelve; Felipe, la reina busca, la reina desea; Felipe, corre, la reina te está esperando». —Por Dios —exclamó el joven, ocultando el rostro en sus manos—, en nombre del cielo, callad, padre, o me volveréis loco. —De verdad, Felipe, que no te comprendo. ¿Es que es un crimen amar? Eso prueba que se tiene corazón, y en los ojos de esa mujer, en su voz, en su modo de caminar, ¿no sientes su corazón? Ella ama, te lo digo yo, pero tú eres un filósofo, un puritano, un cuáquero, un hombre de América; tú no amas, pero déjala mirar, déjala volver, déjala esperar, insúltala, despréciala, Felipe, es decir, Joseph de Taverney. Y tras de estas palabras, acentuadas con una ironía salvaje, el viejecillo, viendo el efecto que habían producido, se alejó como el tentador después de dar el primer consejo sobre el crimen. Felipe continuaba solo, con el corazón oprimido y el cerebro trastornado; no pensaba que desde hacía media hora seguía clavado en el mismo sitio, que la reina había terminado su paseo, que volvía y que le miraba y que le dijo al pasar: —¿No habéis ya descansado, monsieur de Taverney? Venid, nadie como vos para pasear a una reina. Dejad paso, señores. Felipe avanzó hacia ella, ciego, aturdido, ebrio. Y poniendo una mano en el respaldo del trineo, sintió como si la sangre le ardiese. La reina estaba indolentemente inclinada hacia atrás, y los dedos de Felipe habían rozado los cabellos de María Antonieta. XI DE SUFFREN

Después, en voz baja y mirando al cielo, dijo:<br />

—¿Habrá que agradecérselo a Dios?<br />

—Yo digo —exclamó el viejuco— que la reina te reclama; yo digo que la reina te<br />

busca.<br />

—Tenéis buena vista, padre —dijo secamente Felipe.<br />

—Veamos —repuso más dulcemente el viejecillo, procurando moderar su<br />

impaciencia—, déjame que te explique. Tú tienes tus razones, pero yo poseo la<br />

experiencia; veamos, mi buen Felipe, ¿eres o no eres un hombre?<br />

Felipe se encogió de hombros y no respondió.<br />

El viejo, viendo que esperaba vanamente una respuesta, fijó, más por desprecio que por<br />

necesidad, los ojos sobre su hijo, y entonces apreció la dignidad, la impenetrable<br />

reserva, la inexpugnable voluntad grabadas en el rostro de Felipe.<br />

Reprimió su dolor y se pasó el manguito por la nariz, roja de frío, y con voz dulce,<br />

como la de Orfeo hablando a las rocas de Tesalia, dijo:<br />

—Felipe, amigo mío. Veamos, escúchame.<br />

—Me parece, padre, que no hago otra cosa desde hace un cuarto de hora.<br />

«Ah —pensó el viejo—, yo te voy a hacer caer desde lo alto de tu majestad, monsieur<br />

americano; tú tienes tu lado débil; pues déjame cogerte por ese lado con mis viejas<br />

garras.»<br />

Seguidamente, le preguntó:<br />

—¿No te has apercibido de una cosa?<br />

—¿De cuál?<br />

—De una cosa que hace honor a tu ingenuidad.<br />

—Explicad, monsieur.<br />

—Es muy sencillo: llegas de América; te fuiste en el momento en que no había más que<br />

un rey sin reina, si exceptuamos a madame du Barry, una majestad poco respetable;<br />

regresas, ves a una reina y te dices «respetémosla».<br />

—Sin duda.<br />

—Pobre hijo mío... —dijo el viejo, y fingió ahogar en su manguito la tos y la risa.<br />

—¿Cómo? —exclamó Felipe—. Vos me censuráis, monsieur, que respete la realeza;<br />

vos, un De Taverney-Maison-Rouge; vos, uno de los buenos gentileshombres de<br />

Francia.<br />

—Yo no te hablo de la realeza; te hablo de la reina.<br />

—¿Y hacéis una diferencia entre las dos cosas?<br />

—¿Qué es la realeza, querido? Una corona; eso es algo intocable, ¡peste! ¿Qué es una<br />

reina? Una mujer. Una mujer es diferente; es algo tangible.<br />

—Algo tangible... —dijo Felipe, enrojeciendo de cólera y de desprecio, acompañando<br />

estas palabras con un gesto tan soberbio que ninguna mujer hubiera podido verlo sin<br />

amarle y ninguna reina sin adorarle.<br />

—Tú no crees nada de lo que te digo; pues pregunta —volvió a decir el viejecillo en voz<br />

baja y sonriendo únicamente—, pregunta a De Coigny, a De Lauzun, a De Vaudreuil.<br />

—Silencio, silencio, padre —pidió Felipe con voz sorda—, o por estas tres blasfemias,<br />

puesto que no puedo golpearos tres veces con mi espada, me golpearé a mí mismo y sin<br />

piedad.<br />

De Taverney dio un paso atrás, girando sobre sí mismo como lo hubiera hecho<br />

Richelieu a los treinta años.<br />

—De verdad, que el animal es estúpido; el caballo es un asno, el águila un ganso y el<br />

gallo un capón. Buenas noches; me has divertido; me creía antepasado de Casandra y he<br />

aquí que yo soy Valeria, que soy Adonis, que soy Apolo; buenas noches.<br />

Y giró sobre sus talones, pero Felipe detuvo al viejo antes de que saliese.

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