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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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esfuerzo, y no pudiendo detener su carrera, perdía un espacio irreparable, quedando<br />

totalmente distanciado.<br />

Fueron tan unánimes las exclamaciones que Felipe se sonrojó y se quedó gratamente<br />

sorprendido cuando la reina, después de aplaudirle, se volvió hacia él y sonriéndole le<br />

dijo:<br />

—Monsieur de Taverney, la victoria es vuestra y os doy las gracias, pero he temido, y<br />

temo, que me matéis.<br />

X<br />

<strong>EL</strong> TENTADOR<br />

Ante ese temor de la reina, Felipe contrajo sus músculos de acero, hincó los pies en la<br />

nieve y el trineo se detuvo en seco, como el caballo árabe que se estremece sobre sus<br />

patas en la arena del desierto. —Ahora descansad —dijo la reina saliendo del trineo—.<br />

En verdad no hubiera creído que la velocidad pudiese producir esa embriaguez; habéis<br />

estado a punto de volverme loca. Y con paso vacilante se apoyó en el brazo de Felipe.<br />

Un estremecimiento de estupor que corrió por el gentío le advirtió que acababa de<br />

cometer una de sus faltas contra la etiqueta; faltas imperdonables a los ojos de los celos<br />

y del servilismo.<br />

Felipe, aturdido por ese honor, parecía más tembloroso y avergonzado que si su<br />

soberana le hubiese injuriado públicamente. Bajó los ojos, y su corazón latía como si se<br />

le quisiese romper en el pecho.<br />

Una singular emoción, sin duda a causa de la carrera, agitaba también a la reina, porque<br />

retiró inmediatamente el brazo y tomando el de mademoiselle de Taverney le pidió<br />

asiento, trayéndole una silla de tijera.<br />

—Perdón, monsieur de Taverney —le dijo a Felipe, y enseguida, bruscamente, agregó<br />

por lo bajo—: ¡Dios mío, qué desgracia: estar siempre rodeada de curiosos y de idiotas!<br />

Los gentileshombres y las damas de honor se habían reunido y devoraban con los ojos a<br />

Felipe, el cual, para ocultar su rubor, se desataba los patines. Luego retrocedió para<br />

dejar sitio a los cortesanos. La reina estuvo algunos momentos pensativa, y después,<br />

levantando la cabeza, dijo:<br />

—Creo que me voy a enfriar si me quedo quieta.<br />

Y volvió a subir en el trineo. Felipe esperó inútilmente una orden mientras veinte<br />

gentileshombres se presentaron.<br />

—No, mis archiduques —dijo ella—; gracias, señores.<br />

Después, cuando los servidores se colocaron en su puesto, dijo:<br />

—Despacio, despacio.<br />

El trineo se alejaba suavemente, como había ordenado la reina, seguido de grupos de<br />

ávidos, de curiosos y de envidiosos.<br />

Felipe se quedó solo, secándose el sudor. Buscaba con los ojos a Saint-Georges para<br />

consolarle de su derrota con cualquier leal cumplido, pero Saint-Georges había recibido<br />

un recado del duque de Orleáns, su protector, y había abandonado el campo de batalla.<br />

Felipe, un poco triste, un poco cansado, casi asustado de lo que había pasado, seguía<br />

inmóvil en su sitio, siguiendo con los ojos el trineo de la reina cuando sintió que algo le<br />

rozaba el costado.<br />

Se volvió y reconoció a su padre.<br />

El anciano, arrugado como un hombrecillo de Hoffmann, envuelto en pieles como un<br />

samoyedo, había tocado a su hijo con el codo, para no sacar sus manos del manguito<br />

que le colgaba del cuello. Sus pupilas, dilatadas por el frío y la alegría, le parecieron<br />

llameantes a Felipe.

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