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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Parece, monsieur de Taverney —continuó la reina—, que me ofrecéis vuestra primera<br />

visita. Gracias.<br />

—Su Majestad se digna olvidar que soy yo quien tiene que agradecerlo.<br />

—¡Cuántos años! —dijo la reina—. ¡Cuánto tiempo hace que no nos hemos visto! El<br />

tiempo más bello de la vida, ¡ay!<br />

—Para mí sí, madame, pero no para Vuestra Majestad, para la cual todos los días son<br />

hermosos.<br />

—¿Os gusta tanto América que habéis permanecido allí mientras todo el mundo<br />

aguardaba vuestro regreso?<br />

—Madame —dijo Felipe—, monsieur de La Fayette, al abandonar el Nuevo Mundo,<br />

tenía necesidad de un oficial de confianza en quien pudiera dejar una parte del mando<br />

de los auxiliares. Y me propuso al general Washington, que decidió aceptarme.<br />

—Parece —dijo la reina— que de ese Nuevo Mundo regresan hechos héroes.<br />

—No será por mí que Vuestra Majestad dice eso —repuso Felipe, sonriendo.<br />

—¿Por qué no?<br />

Y después volviéndose hacia el conde de Artois, agregó:<br />

—Miradle, hermano mío, qué bella figura y qué aire marcial el de monsieur de<br />

Taverney.<br />

Felipe, viéndose examinado por el conde de Artois, al que no conocía, dio un paso hacia<br />

él, solicitando del príncipe licencia para saludarle.<br />

El conde hizo un gesto con la mano, y Felipe se inclinó.<br />

—Un hermoso oficial —exclamó el joven príncipe—, noble gentilhombre, al cual me<br />

siento feliz de conocer. ¿Cuáles son vuestras intenciones al regresar a Francia?<br />

Felipe miró a su hermana.<br />

—Monseñor —dijo—, el interés de mi hermana domina el mío: lo que ella quiera que<br />

haga, eso haré.<br />

—Pero existe un monsieur de Taverney, según creo —dijo el conde de Artois.<br />

—Hemos tenido la felicidad de conservar a nuestro padre; sí, monseñor.<br />

—Pero no importa —interrumpió vivamente la reina—; yo prefiero a Andrea bajo la<br />

protección de su hermano, y a su hermano bajo la vuestra, señor conde. Os vais a<br />

encargar, pues, de monsieur de Taverney, si os parece bien.<br />

El conde de Artois hizo un signo de asentimiento.<br />

—¿Sabéis —continuó la reina— que los lazos más estrechos nos unen?<br />

—¿Lazos muy estrechos, hermana mía? Ah, contádmelo, os lo ruego.<br />

—Sí. Felipe de Taverney fue el primer francés que apareció ante mis ojos cuando yo<br />

llegaba a Francia, y me había prometido hacer la felicidad del primer francés que yo<br />

encontrase.<br />

Felipe sentía que el rubor le subía a las mejillas. Se mordió los labios para continuar<br />

impasible. Andrea le miró y bajó la cabeza.<br />

María Antonieta sorprendió una de esas miradas que el hermano y la hermana habían<br />

cambiado. Pero no podía adivinar lo que una mirada parecida ocultaba de secretos<br />

dolorosamente acumulados.<br />

María Antonieta no sabía nada de los acontecimientos que hemos relatado en la primera<br />

parte de esta historia.<br />

La aparente tristeza que notó la reina la atribuyó a otra causa. Ya que tantas gentes eran<br />

presas de amor por la delfina en 1774, ¿por qué monsieur de Taverney no había de<br />

sufrir de este amor epidémico de los franceses por la hija de María Teresa?<br />

Nada hacía esta suposición inverosímil, nada, ni siquiera el examen hecho al espejo por<br />

esta joven belleza que había llegado a ser mujer y reina.

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