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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—¿Os parece bien madame de Lamballe?<br />

—Conforme.<br />

—Entonces todo está dicho<br />

—Lo firmo.<br />

—Gracias.<br />

—De paso —agregó el rey— voy a encargar mi barco de línea y se llamará El collar de<br />

la reina. Vos seréis su madrina, y después se lo enviaré a De la Perouse.<br />

El rey besó la mano de su mujer y salió del apartamento rebosando alegría.<br />

VIII<br />

<strong>EL</strong> TOCADOR <strong>DE</strong> <strong>LA</strong> <strong>REINA</strong><br />

Apenas el rey hubo salido, la reina se levantó y se acodó en la ventana para respirar el<br />

aire glacial de la mañana.<br />

El día se anunciaba brillante y con ese encanto que es un avance de la primavera y que<br />

tienen algunos días de abril; a las heladas de la noche sucedía el dulce calor de un sol<br />

que ya se dejaba sentir; el viento de la víspera había cambiado del norte al este.<br />

Si se miraba en esta dirección, el invierno, el terrible invierno de 1784, había terminado.<br />

Ya se veía flotar en el horizonte ese vapor grisáceo que no es otra cosa que la humedad<br />

evaporada por el sol.<br />

El hielo se derretía en las ramas y los pájaros comenzaban a posarse libremente sobre<br />

los vástagos recién nacidos.<br />

La flor de abril, el alhelí amarillo, curvado bajo el hielo como esas pobres flores de que<br />

habla Dante, levantaba su cabeza del seno de la nieve apenas fundida, y bajo las hojas<br />

de la violeta, espesas, duras y largas, el botón oblongo de la flor misteriosa lanzaba sus<br />

dos pétalos elípticos que preceden a su floración y a su perfume.<br />

En las avenidas, sobre las estatuas, sobre las rampas de las puertas de hierro, el hielo se<br />

deslizaba en diamantes rápidos; no era todavía agua; era hielo.<br />

Todo anunciaba la lucha sorda de la primavera contra la escarcha y presagiaba la<br />

próxima derrota del invierno.<br />

—Si queremos aprovecharnos todavía del hielo que queda —exclamó la reina<br />

interrogando a la atmósfera—, creo que es preciso apresurarse. ¿No es así, madame de<br />

Misery? —agregó volviéndose hacia esa dama—. La primavera acaba de llegar.<br />

—Vuestra Majestad tendrá deseos de ir a patinar al Bassin des Suisses —dijo la primera<br />

azafata.<br />

—Es verdad. Hoy haremos una partida —dijo la reina—, porque mañana quizá sería<br />

demasiado tarde.<br />

—¿A qué hora hay que hacer la toilette de Vuestra Majestad?<br />

—En seguida. Desayunaré ligeramente y saldré.<br />

—¿Son sólo ésas las órdenes de la reina?<br />

—Infórmese si mademoiselle de Taverney se ha levantado y le decís que deseo verla.<br />

—Mademoiselle de Taverney está ya en el tocador de Su Majestad.<br />

—¿Ya? —preguntó la reina que sabía a qué hora se había acostado Andrea.<br />

—Está esperando desde hace más de veinte minutos.<br />

—Hacedla pasar.<br />

Andrea entró en el gabinete de la reina en el momento en que la primera campanada de<br />

las nueve sonaba en el patio de Marbre.<br />

Ya vestida con esmero, como toda mujer de la corte que no tiene el derecho de<br />

mostrarse con descuido ante su soberana, De Taverney se presentó un poco inquieta<br />

pero sonriendo. La reina sonrió también, lo que tranquilizó a Andrea.

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