EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Y la mujer es una intrigante. No os avergoncéis. Esta dama ha removido cielo y tierra; ha agobiado a los ministros; ha aburrido a mis tías; me ha aplastado a mí mismo con súplicas, ruegos, con pruebas genealógicas. —Sire, eso prueba que hasta ahora ella ha reclamado inútilmente. —No lo niego. —¿Es o no es una Valois? —Sí, creo que lo es. —Pues bien, una pensión. Una pensión honorable para ella, un regimiento para su marido, una posición social para los vástagos del tronco real. —Despacio, madame. Diablo, cómo os lanzáis. La pequeña Valois me arrancará siempre bastantes plumas sin que vos la ayudéis. Tiene buen pico la pequeña Valois. —Yo no temo por vos. Vuestras plumas tienen fuerza. —Una pensión honorable, Dios mío. ¡Cómo os dejáis ir, madame! ¿Sabéis qué sangría terrible ha hecho este invierno a mi tesoro particular? ¡Un regimiento para este gendarmillo que ha hecho la especulación de casarse con una Valois! No tengo, madame, más regimientos que dar, incluso a los que los pagan o a los que se lo merecen. Una posición social digna de reyes de los cuales descienden estos mendigos... Cuando otros reyes gozamos de un estado de ricos particulares, el duque de Orleáns ha enviado sus caballos y sus mulas a Inglaterra para hacerlos vender, y ha suprimido los dos tercios de su casa. Yo he suprimido mis cacerías de lobos. Saint-Germain me ha hecho reformar mi mansión militar. Vivimos privándonos todos de muchas cosas grandes y pequeñas, querida mía. —Sin embargo, Sire, los Valois no pueden morir de hambre. —¿No decís que le habéis dado cien luises? —Hermosa limosna. —Es real. —Dadle vos otro tanto, entonces. —Me guardaré bien de ello. Los que le habéis dado bastan por nosotros dos. —Entonces, una pequeña pensión. —No, nada fijo. Estas gentes se sostienen bastante bien por sí mismas; pertenecen a la familia de los roedores. Aun cuando yo tuviera deseos de darles, les daría una suma sin obligaciones para el porvenir. En una palabra, daría cuando tuviera bastante dinero. De esa pequeña Valois no puedo contaros todo lo que sé. Vuestro buen corazón ha caído en un lazo, mi querida Antonieta. Yo le pido perdón por ello a vuestro buen corazón. Y diciendo estas palabras, Luis le tendió la mano a la reina, quien cediendo al primer movimiento se la acercó a los labios, pero de improviso, rechazándole, exclamó: —¡Vos no habéis sido bueno conmigo! Y os aborrezco. —¿Vos me aborrecéis? Pues yo..., yo... —Sí, decid que vos no me aborrecéis; vos, que me habéis hecho cerrar las puertas de Versalles; vos, que llegáis a las seis y media de la mañana a mi antecámara, abrís mi puerta a la fuerza y entráis con ojos furibundos donde yo estoy. El rey se rió, diciendo: —No, yo no os aborrezco. —Vos habéis dejado de quererme de pronto. —¿Qué me daríais si os probase que yo no os quiero menos, aun viniendo a vuestra cámara con la acritud que habéis visto? —Veamos primero la prueba de lo que me decís. —Es muy fácil —repuso el rey—. Tengo la prueba en mi bolsillo.

—¡Bah...! —murmuró la reina sin disimular su curiosidad y sentándose en el lecho—. ¿Tenéis algo que darme? Realmente sois bien amable; porque yo no hubiera creído que trajeseis ninguna prueba. Nada de subterfugios. Quiero lo prometido. Entonces, con una sonrisa llena de bondad, el rey hurgó en su bolsillo con una lentitud que aumentaba la expectación; esa lentitud que hace estremecer de impaciencia al niño por su juguete, al animal por su golosina, a la mujer por su regalo. Al fin terminó por sacar de su bolsillo una caja de tafilete rojo artísticamente estampado y realzado con dorados. —¿Un cofrecillo? —dijo la reina—. Veamos. El rey puso el cofrecillo sobre el lecho. La reina lo cogió vivamente, y apenas hubo abierto la caja exclamó alborozada: —¡Oh, qué bello, Dios mío, qué bello! El rey sintió que un estremecimiento de alegría le cosquilleaba el corazón. —¿Lo encontráis bello? La reina no podía responder de júbilo. Después sacó del cofrecillo un collar de diamantes tan grandes, tan puros, tan luminosos, y tan hábilmente engarzados, que parecía que corría sobre sus bellas manos un río de fósforo y de llamas. El collar ondulaba como los anillos de una serpiente, en que cada anillo ofrece un resplandor distinto. —¡Oh, es magnífico! —dijo la reina encontrando la palabra—. Magnífico —repetía con ojos que se animaban al contacto de aquellos fabulosos diamantes, acaso porque pensaba que ninguna mujer del mundo podía lucir un collar como aquél. —¿Estáis contenta? —Entusiasmada, Sire. Me habéis hecho demasiado feliz. —Me alegro. —Ved esta primera fila, los diamantes son como avellanas. —En efecto, y bien colocados. No se distinguirían los unos de los otros. —Qué sabias proporciones entre las diferencias del primero al segundo y del segundo al tercero. El joyero que ha reunido estos diamantes y ha hecho este collar es un artista. —Son dos. —¿Se trata de Boehmer y Bossange? —Habéis adivinado. —De verdad que sólo ellos pueden atreverse a hacer joyas parecidas. ¡Qué bello es, Sire, qué bello! —Madame, madame, estáis pagando este collar demasiado bien. —Oh, Sire... De improviso su radiante expresión se ensombreció y bajó la cabeza, apesadumbrada. El cambio fue tan rápido y se corrigió tan pronto que el rey no tuvo tiempo de notarlo. —Veamos —dijo él—, proporcionadme un placer. —¿Cuál? —El de poneros este collar. La reina le detuvo. —Es muy caro, ¿verdad? —dijo ella tristemente. —Pues sí —dijo el rey riendo—, pero ya os he dicho que acabáis de pagar más de lo que vale, y únicamente puesto en vuestro cuello valdrá su verdadero precio. Y diciendo estas palabras, Luis se acercó a la reina, cogiendo los extremos del magnífico collar, para fijarlos por el cierre, hecho con un magnífico diamante. —No —dijo la reina—, no, nada de infantilismos. Volved a poner este collar en vuestro cofrecillo, Sire.

—¡Bah...! —murmuró la reina sin disimular su curiosidad y sentándose en el lecho—.<br />

¿Tenéis algo que darme? Realmente sois bien amable; porque yo no hubiera creído que<br />

trajeseis ninguna prueba. Nada de subterfugios. Quiero lo prometido.<br />

Entonces, con una sonrisa llena de bondad, el rey hurgó en su bolsillo con una lentitud<br />

que aumentaba la expectación; esa lentitud que hace estremecer de impaciencia al niño<br />

por su juguete, al animal por su golosina, a la mujer por su regalo. Al fin terminó por<br />

sacar de su bolsillo una caja de tafilete rojo artísticamente estampado y realzado con<br />

dorados.<br />

—¿Un cofrecillo? —dijo la reina—. Veamos.<br />

El rey puso el cofrecillo sobre el lecho. La reina lo cogió vivamente, y apenas hubo<br />

abierto la caja exclamó alborozada:<br />

—¡Oh, qué bello, Dios mío, qué bello!<br />

El rey sintió que un estremecimiento de alegría le cosquilleaba el corazón.<br />

—¿Lo encontráis bello?<br />

La reina no podía responder de júbilo.<br />

Después sacó del cofrecillo un collar de diamantes tan grandes, tan puros, tan<br />

luminosos, y tan hábilmente engarzados, que parecía que corría sobre sus bellas manos<br />

un río de fósforo y de llamas.<br />

El collar ondulaba como los anillos de una serpiente, en que cada anillo ofrece un<br />

resplandor distinto.<br />

—¡Oh, es magnífico! —dijo la reina encontrando la palabra—. Magnífico —repetía con<br />

ojos que se animaban al contacto de aquellos fabulosos diamantes, acaso porque<br />

pensaba que ninguna mujer del mundo podía lucir un collar como aquél.<br />

—¿Estáis contenta?<br />

—Entusiasmada, Sire. Me habéis hecho demasiado feliz.<br />

—Me alegro.<br />

—Ved esta primera fila, los diamantes son como avellanas.<br />

—En efecto, y bien colocados. No se distinguirían los unos de los otros.<br />

—Qué sabias proporciones entre las diferencias del primero al segundo y del segundo al<br />

tercero. El joyero que ha reunido estos diamantes y ha hecho este collar es un artista.<br />

—Son dos.<br />

—¿Se trata de Boehmer y Bossange?<br />

—Habéis adivinado.<br />

—De verdad que sólo ellos pueden atreverse a hacer joyas parecidas. ¡Qué bello es,<br />

Sire, qué bello!<br />

—Madame, madame, estáis pagando este collar demasiado bien.<br />

—Oh, Sire...<br />

De improviso su radiante expresión se ensombreció y bajó la cabeza, apesadumbrada.<br />

El cambio fue tan rápido y se corrigió tan pronto que el rey no tuvo tiempo de notarlo.<br />

—Veamos —dijo él—, proporcionadme un placer.<br />

—¿Cuál?<br />

—El de poneros este collar.<br />

La reina le detuvo.<br />

—Es muy caro, ¿verdad? —dijo ella tristemente.<br />

—Pues sí —dijo el rey riendo—, pero ya os he dicho que acabáis de pagar más de lo<br />

que vale, y únicamente puesto en vuestro cuello valdrá su verdadero precio.<br />

Y diciendo estas palabras, Luis se acercó a la reina, cogiendo los extremos del<br />

magnífico collar, para fijarlos por el cierre, hecho con un magnífico diamante.<br />

—No —dijo la reina—, no, nada de infantilismos. Volved a poner este collar en vuestro<br />

cofrecillo, Sire.

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