EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Yo estoy muerta de fatiga, y si Vuestra Majestad lo permite... —En efecto, estáis pálida —dijo el conde de Artois. —Vamos, vamos, querida mía —dijo la reina—, acostaos. El conde de Artois nos cede este apartamento. ¿No es verdad, Charles? —Con toda propiedad, madame. —Un instante, conde; una última palabra. —¿Cuál? —Si os vais, ¿cómo podremos llamaros? —No tenéis necesidad de mí. Una vez instalada, disponed de la casa. —¿Hay otras cámaras además de ésta? —Primero un comedor, que os invito a visitar. —Con una mesa servida, sin duda. —Ciertamente, y en la cual mademoiselle de Taverney, que me parece muy agotada, encontrará un buen consomé, un ala de volatería, vino de Jerez, y vos encontraréis una colección de los frutos secos que más os gustan. —¿Y todo esto sin criados? —Ninguno. —Ya se verá. Pero ¿y después? —¿Después? —Sí, para... —¿Para volver al castillo? —Sí. —No se puede soñar en entrar en él en toda la noche, puesto que la consigna está dada. Pero la consigna dada para la noche desaparece con el día; a las seis, las puertas se abren. Salid de aquí a las seis menos cuarto. Encontraréis en los armarios mantos de todos los colores y de todas las formas, si deseáis disfrazaros; entrad como yo os he dicho en el castillo, acostaos y no os inquietéis por el resto. —¿Y vos? -¿Yo? —Sí; ¿qué vais a hacer? —Salir de la casa. —¿Cómo? Nosotras no os echamos, mi pobre hermano. —No sería conveniente que pasara la noche bajo el mismo techo que vos, querida hermana. —Pero necesitáis un refugio, y nosotras os hemos robado el vuestro. —Aún me quedan tres parecidos a éste. La reina se echó a reír. —Es decir, que la condesa de Artois está equivocada al inquietarse; ya la prevendré — dijo ella, con un encantador gesto de amenaza. —Entonces yo se lo diré todo al rey —dijo el príncipe en el mismo tono. —Tiene razón. Aunque no queramos, dependemos de él. —En efecto, es humillante. ¿Pero qué hacer? —Someterse. Decís que para salir mañana sin encontrar a nadie... —Un solo campanillazo en la columna de abajo. —¿La de la derecha o la de la izquierda? —Poco importa. —¿Y la puerta se abrirá? —Y se cerrará. —¿Sola?

—Sola. —Gracias. Buenas noches, hermano mío. —Buenas noches, hermana mía. El príncipe saludó y Andrea cerró las puertas al irse él. VII LA ALCOBA DE LA REINA A la mañana siguiente, o más bien aquella misma mañana, ya que nuestro último capítulo ha tenido que cerrarse a las dos de la madrugada; en esta mañana, decíamos, Luis XVI, en un traje violeta, llegó hasta las puertas de la cámara de la reina. Una dama del servicio entreabrió esta puerta, y reconociendo al rey, dijo: —Sire... —¿La reina? —preguntó Luis XVI. —Su Majestad duerme, Sire. El rey hizo un ademán como para alejar a la dama, pero ella no se movió. —Vamos —dijo el rey—, ¿no os movéis? Ved que quiero pasar. El rey, en algunos momentos, tenía tan vivos los ademanes que sus enemigos los traducían por brutales. —La reina descansa, Sire —objetó ella tímidamente. —Os digo que me dejéis pasar —exclamó el rey. Diciendo estas palabras apartó a la mujer y penetró en la otra cámara. Una vez hubo llegado a la puerta de la alcoba, el rey vio a mademoiselle de Misery, primera camarera de la reina, que leía la misa en su libro de horas, y la cual se puso en pie al ver al rey. —Sire —dijo en voz baja y con un profundo saludo—, Su Majestad no ha llamado todavía. —¿Todavía no? —preguntó el rey con ironía. —Sire, no son más que las seis y media, según creo, y Su Majestad nunca llama hasta las siete. —¿Y estáis segura de que la reina se encuentra en su lecho? ¿Estáis segura de que duerme? —Yo no diría, Sire, que Su Majestad duerme; pero estoy segura de que está en su lecho. —¿De verdad? —Sí, Sire. El rey no pudo contenerse más tiempo. Se dirigió a la puerta y levantó el pestillo dorado con brusca precipitación. La cámara de la reina estaba oscura como si fuera de noche, pues los postigos y cortinas estaban cuidadosamente cerrados. Una lamparilla sobre un velador en el ángulo más alejado del apartamento dejaba la alcoba de la reina bañada en la sombra y las grandes cortinas de seda blanca con flores de lis de oro colgaban en pliegues ondulantes sobre el lecho en desorden. El rey se dirigió rápidamente hacia el lecho. —¡Oh, madame de Misery! —gritó la reina—. ¡Qué ruido! Me habéis despertado. El rey se detuvo estupefacto. —No es madame de Misery —murmuró él. —Ah, ¿sois vos, Sire? —preguntó María Antonieta, incorporándose. —Buenos días, madame —articuló el rey con un tono agridulce. —¿Qué buen viento os trae, Sire? Madame de Misery, abrid las ventanas. Las azafatas entraron, y, según la costumbre a que las había habituado la reina, abrieron puertas y ventanas para que circulase el aire puro que María Antonieta respiraba con delicia cuando se despertaba.

—Sola.<br />

—Gracias. Buenas noches, hermano mío.<br />

—Buenas noches, hermana mía.<br />

El príncipe saludó y Andrea cerró las puertas al irse él.<br />

VII<br />

<strong>LA</strong> ALCOBA <strong>DE</strong> <strong>LA</strong> <strong>REINA</strong><br />

A la mañana siguiente, o más bien aquella misma mañana, ya que nuestro último<br />

capítulo ha tenido que cerrarse a las dos de la madrugada; en esta mañana, decíamos,<br />

Luis XVI, en un traje violeta, llegó hasta las puertas de la cámara de la reina.<br />

Una dama del servicio entreabrió esta puerta, y reconociendo al rey, dijo:<br />

—Sire...<br />

—¿La reina? —preguntó Luis XVI.<br />

—Su Majestad duerme, Sire.<br />

El rey hizo un ademán como para alejar a la dama, pero ella no se movió.<br />

—Vamos —dijo el rey—, ¿no os movéis? Ved que quiero pasar.<br />

El rey, en algunos momentos, tenía tan vivos los ademanes que sus enemigos los<br />

traducían por brutales.<br />

—La reina descansa, Sire —objetó ella tímidamente.<br />

—Os digo que me dejéis pasar —exclamó el rey.<br />

Diciendo estas palabras apartó a la mujer y penetró en la otra cámara. Una vez hubo<br />

llegado a la puerta de la alcoba, el rey vio a mademoiselle de Misery, primera camarera<br />

de la reina, que leía la misa en su libro de horas, y la cual se puso en pie al ver al rey.<br />

—Sire —dijo en voz baja y con un profundo saludo—, Su Majestad no ha llamado<br />

todavía.<br />

—¿Todavía no? —preguntó el rey con ironía.<br />

—Sire, no son más que las seis y media, según creo, y Su Majestad nunca llama hasta<br />

las siete.<br />

—¿Y estáis segura de que la reina se encuentra en su lecho? ¿Estáis segura de que<br />

duerme?<br />

—Yo no diría, Sire, que Su Majestad duerme; pero estoy segura de que está en su lecho.<br />

—¿De verdad?<br />

—Sí, Sire.<br />

El rey no pudo contenerse más tiempo. Se dirigió a la puerta y levantó el pestillo dorado<br />

con brusca precipitación. La cámara de la reina estaba oscura como si fuera de noche,<br />

pues los postigos y cortinas estaban cuidadosamente cerrados.<br />

Una lamparilla sobre un velador en el ángulo más alejado del apartamento dejaba la<br />

alcoba de la reina bañada en la sombra y las grandes cortinas de seda blanca con flores<br />

de lis de oro colgaban en pliegues ondulantes sobre el lecho en desorden.<br />

El rey se dirigió rápidamente hacia el lecho.<br />

—¡Oh, madame de Misery! —gritó la reina—. ¡Qué ruido! Me habéis despertado.<br />

El rey se detuvo estupefacto.<br />

—No es madame de Misery —murmuró él.<br />

—Ah, ¿sois vos, Sire? —preguntó María Antonieta, incorporándose.<br />

—Buenos días, madame —articuló el rey con un tono agridulce.<br />

—¿Qué buen viento os trae, Sire? Madame de Misery, abrid las ventanas.<br />

Las azafatas entraron, y, según la costumbre a que las había habituado la reina, abrieron<br />

puertas y ventanas para que circulase el aire puro que María Antonieta respiraba con<br />

delicia cuando se despertaba.

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