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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Si yo tirara de la campanilla por segunda vez, alguien vendría, pero como no he dado<br />

más que un campanillazo, estad tranquila, pues nadie vendrá.<br />

La reina se rió, diciendo:<br />

—Sois un hombre precavido.<br />

—Ahora, hermana, no podéis quedaros en el vestíbulo; tomaos la molestia de subir un<br />

piso.<br />

—Obedecemos —dijo la reina—. El genio de esta casa no parece demasiado perverso.<br />

Y subió adonde le decían. El príncipe iba delante de ellas. No se oía ninguno de los<br />

pasos sobre los tapices de Aubusson que adornaban la escalera.<br />

El príncipe, que llegó el primero, tocó una segunda campanilla, cuyo ruido hizo de<br />

nuevo estremecer a la reina y a mademoiselle de Taverney, que estaban desprevenidas.<br />

Pero su asombro fue todavía mayor cuando vieron que las puertas de este piso se abrían<br />

solas.<br />

—De verdad, Andrea —dijo la reina—, comienzo a temblar, ¿y vos?<br />

—Yo, madame, tanto, que sólo porque Vuestra Majestad marcha delante os sigo con<br />

confianza.<br />

—Nada es tan simple, hermana mía, como lo que ocurre —dijo el joven príncipe—. La<br />

puerta que tenéis en frente es la de vuestro apartamento. Vedlo.<br />

E indicaba a la reina un encantador refugio del cual no podemos omitir la descripción.<br />

Una pequeña cámara de palo de rosa, con dos aparadores de Boule y techo de Boucher,<br />

daba a un pequeño tocador de cachemira blanca llena de flores bordadas a mano por los<br />

más hábiles artistas.<br />

En este gabinete había unos tapices de punto de seda, tejidos con el arte que hacía de un<br />

tapiz de gobelino de la época un lienzo maestro.<br />

Después del tocador había una hermosa alcoba azul con cortinas de encaje de Tours, un<br />

lecho suntuoso en un dormitorio oscuro, un fuego ardiendo en una chimenea de mármol<br />

blanco, quince bujías encendidas en candelabros de Clodion, un biombo de laca azulada<br />

con sus dibujos chinescos...; tales eran las maravillas que aparecieron ante los ojos de<br />

las damas cuando penetraron en este elegante refugio.<br />

Ningún ser vivo aparecía. Por todas partes el calor y la luz, sin que pudieran adivinarse<br />

las causas de tales efectos.<br />

La reina, que había entrado con recelo, se detuvo un instante en el umbral de la alcoba.<br />

El príncipe se excusó de una manera muy cortés sobre la necesidad que le impulsaba a<br />

poner a su hermana en una situación indigna de ella. La reina respondió con una sonrisa<br />

que decía muchas más cosas que todas las palabras que hubiera podido pronunciar.<br />

—Hermana mía —agregó entonces el conde de Artois—, esta habitación es mi<br />

gabinete; sólo yo entro en él y siempre solo.<br />

—Casi siempre —dijo la reina.<br />

—Siempre.<br />

—¡Ah!<br />

—Por otra parte —continuó él—, hay en el gabinete un sofá y una poltrona donde<br />

muchas veces, cuando la noche me sorprendía después de la caza, he dormido tan bien<br />

como en mi lecho.<br />

—Comprendo —dijo la reina— que la condesa de Artois se sienta a veces inquieta.<br />

—Sin duda, pero confesad que si la condesa se inquieta por mí esta noche, estará bien<br />

equivocada.<br />

—Esta noche no digo, pero las otras noches...<br />

—Hermana, quien se equivoca una vez, siempre se equivoca.<br />

—Abreviemos —dijo la reina, sentándose en un sillón—, pues estoy terriblemente<br />

cansada. ¿Y vos, mi pobre Andrea?

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