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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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sobre el rey, él no pensaba más que en la latitud, la longitud, cuando De Provenza le<br />

dijo: «Quisiera presentar mis saludos a la reina».<br />

—¡Ah, ah! —dijo María Antonieta.<br />

—La reina cena en su cámara —le respondió el rey.<br />

»—Pues yo la creía en París —agregó mi hermano.<br />

»—No, está en su cámara —respondió el rey.<br />

»—Acabo de salir de ella y no me ha recibido —respondió De Provenza.<br />

«Entonces, el rey arrugó el ceño. Sin duda, apenas habíamos salido cuando mi hermano<br />

se enteró. Luis es celoso, vos lo sabéis; habrá querido veros, se le habrá negado la<br />

entrada y habrá pensado cualquier cosa.<br />

—Precisamente madame de Misery tenía orden de ello.<br />

—Quizá ha sido para asegurarse de vuestra ausencia que el rey habrá dado esta severa<br />

consigna que nos deja fuera.<br />

—Esto es un trato afrentoso; confesadlo, conde.<br />

—Lo confieso, pero ya hemos llegado.<br />

—¿Esta casa?<br />

—¿Os desagrada?<br />

—No digáis eso; me encanta. Pero ¿y vuestra gente?<br />

—¿Qué hay con mi gente?<br />

—Si me ven...<br />

—Hermana, entrad, y os garantizo que nadie os verá.<br />

—¿Y el que me abrirá la puerta?<br />

—Ni ése.<br />

—Imposible.<br />

—Vamos a probar —dijo el conde de Artois, riendo. Y acercó la mano a la puerta.<br />

La reina le detuvo.<br />

—Os lo suplico, hermano mío; tened cuidado.<br />

El príncipe apoyó su otra mano sobre un panel bien tallado, y la puerta se abrió.<br />

La reina no pudo reprimir un movimiento de temor.<br />

—Entrad, hermana; os lo ruego. Ved que hasta el presente no hay nadie.<br />

La reina miró a mademoiselle de Taverney como a una persona que se arriesga, y cruzó<br />

el umbral con uno de esos gestos tan encantadores en las mujeres y que quería decir:<br />

«Gracias a Dios».<br />

La puerta se cerró detrás de ellas sin ruido.<br />

Entonces se encontró en un vestíbulo de estuco con zócalo de mármol, no muy grande y<br />

de muy buen gusto; las lozas eran un mosaico figurando ramos de flores y sobre<br />

consolas de mármol, cien ramos de rosas deshojaban sus corolas perfumadas, tan raras<br />

en aquella estación del año.<br />

Un dulce calor y un olor más dulce todavía cautivaban tanto los sentidos que a su<br />

llegada al vestíbulo las dos damas olvidaron no solamente parte de sus temores, sino<br />

incluso parte de sus escrúpulos.<br />

—Ahora estamos al abrigo —dijo la reina—, y hay que confesar que el abrigo es<br />

bastante cómodo. ¿Pero no sería mejor que os ocuparais de una cosa, hermano mío?<br />

—¿Cuál?<br />

—De alejar a vuestros servidores.<br />

—¡Oh! Nada más fácil.<br />

El príncipe tiró de una campanilla colgada de una columna que vibró en las<br />

profundidades de la escalera. Las mujeres emitieron un pequeño grito de espanto.<br />

—¿Es así como alejáis a vuestra gente, hermano? —preguntó la reina—. Yo habría<br />

creído que es así como la llamáis.

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