EL COLLAR DE LA REINA
El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848
—¡Por favor! —Diablo, madame, acostaos en la ciudad. ¿No es ésa una bella aventura? Si me cerrasen la puerta del cuartel en la nariz, encontraría pronto otro lugar. Idos. —Granadero, escuchad —dijo, con resolución, la mayor—. Veinte luises para vos si nos abrís. —Y diez años de cárcel; gracias. Cuarenta y ocho libras por año no es bastante paga. —Os haré nombrar sargento. —Sí, y el que me ha dado la consigna me hará fusilar. Gracias. —¿Quién os ha dado esa consigna? —El rey. —¡El rey! —repitieron las dos mujeres, con espanto—. ¡Oh! Estamos perdidas. La más joven parecía casi enloquecida. —Veamos, veamos —dijo la mayor—; ¿no hay otras puertas? —No, madame; si han cerrado ésta, han cerrado las otras. —Y si nosotras no encontramos a Laurent en esta puerta, que es donde suele estar, ¿dónde creéis que lo encontraremos? —No lo sé. —Es verdad, tienes razón, Andrea. El rey ha dado una horrible orden. ¡Dios mío! Y la dama acentuó sus últimas palabras con un desprecio amenazador. La puerta de los reservados se abría en medio de una muralla, con una especie de vestíbulo. Había en cada lado un banco de piedra, y las damas se dejaron caer en uno de ellos, en un estado de desesperada agitación. Se veía bajo la puerta una raya luminosa; se oía detrás el paso del suizo que de cuando en cuando dejaba en descanso su fusil. Detrás de este pequeño obstáculo de encina esperaba la vergüenza, el escándalo, casi la muerte. —¡Oh! Mañana, cuando todo se sepa... —gimió la mayor. —Pues diréis la verdad. —¿La creerán? —Tenéis las pruebas, madame. Además, el soldado no va a velar toda la noche —dijo la joven, que parecía recobrar valor a medida que lo perdía su compañera—. Dentro de una hora se le relevará y su sucesor será más complaciente. Esperemos. —Sí, pero las patrullas van a pasar dentro de un minuto; se me encontrará delante de esta puerta, ocultándome. Es horrible. Ved, Andrea, la sangre me sube al rostro y me sofoca. —¡Vamos! Valor, madame; vos, tan fuerte de costumbre, yo tan débil siempre, y soy yo quien os tiene que sostener. —Hay un complot detrás de todo esto. Y nosotras somos las víctimas. Jamás me ha ocurrido algo semejante. Jamás la puerta me ha sido cerrada; esto me mata, esto me mata. Y cubrió la cara con las manos, como si efectivamente se ahogase. En el mismo instante, sobre este pavimento seco y blanco de Versalles que tan pocos pasos cruzan hoy día, sonaron unas pisadas. Al mismo tiempo una voz se hizo oír, voz ligera, alegre; era la voz de un joven que cantaba. Cantaba una de esas canciones currilonas que pertenecían esencialmente a la época que nosotros tratamos de reflejar. ¿Por qué no puedo creerlo? ¿Es que no es para ser creído lo que tú y yo entre las sombras esta noche hemos sido?
Morfeo, cerrando mis ojos, hizo de mí el hombre sin voz, y vos erais una piedra imán que me arrastraba cerca de vos. —¡Esta voz! —gritaron al mismo tiempo las dos mujeres. —Yo la conozco —dijo la mayor. —Es la de... Este dios, con su bella treta, de este imán hizo un clamor.,. —¡Es él! —dijo al oído de Andrea la dama en la cual la inquietud se había manifestado tan vivamente—. «Es él», «él nos salvará». En este momento un joven embutido en un gran abrigo de pieles penetró en el pequeño vestíbulo, y al ver a las dos mujeres llamó a la puerta, diciendo: —Laurent. —Hermano mío —dijo la mayor de las mujeres, tocando el hombro del joven. —¡La reina! —gritó éste, dando un paso atrás y con el sombrero en la mano. —¡Silencio! Buenas noches... —Buenas noches, madame; buenas noches, hermana mía; no estáis sola. —No. Estoy con Andrea de Taverney. —Ah... Buenas noches, mademoiselle. —Monseñor —dijo Andrea, inclinándose. —¿Salís, señoras? —dijo el joven. —De ningún modo. —¿Dónde vais, entonces? —Queríamos entrar. —¿No habéis llamado a Laurent? —Sí, lo hemos hecho. —¿Entonces? —Llamad a Laurent, y veréis lo que pasa. —Sí, llamad, monseñor, y lo veréis. El joven, en quien se ha reconocido sin duda al conde de Artois, se aproximó y gritó, golpeando la puerta: —¡Laurent! —Bueno, la diversión va a repetirse —dijo la voz del suizo—. Os prevengo que si me molestáis más tiempo, voy a llamar a mi oficial. —¿Quién es éste? —dijo el joven, volviéndose hacia la reina. —Un suizo que ha sustituido a Laurent. —¿Y quién lo ha hecho? —El rey. —¡El rey! —Eso mismo hemos dicho nosotras hace poco. —¿Y con una consigna? —Feroz, por lo que parece. —¡Diablo! Capitulemos. —¿Y cómo? —Démosle dinero a ese diablo. —Ya se lo he ofrecido; ha rehusado. —Ofrezcámosle unos galones.
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Morfeo, cerrando mis ojos,<br />
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—¡Esta voz! —gritaron al mismo tiempo las dos mujeres. —Yo la conozco —dijo la<br />
mayor. —Es la de...<br />
Este dios, con su bella treta,<br />
de este imán hizo un clamor.,.<br />
—¡Es él! —dijo al oído de Andrea la dama en la cual la inquietud se había manifestado<br />
tan vivamente—. «Es él», «él nos salvará».<br />
En este momento un joven embutido en un gran abrigo de pieles penetró en el pequeño<br />
vestíbulo, y al ver a las dos mujeres llamó a la puerta, diciendo:<br />
—Laurent.<br />
—Hermano mío —dijo la mayor de las mujeres, tocando el hombro del joven.<br />
—¡La reina! —gritó éste, dando un paso atrás y con el sombrero en la mano.<br />
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—Ah... Buenas noches, mademoiselle.<br />
—Monseñor —dijo Andrea, inclinándose.<br />
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El joven, en quien se ha reconocido sin duda al conde de Artois, se aproximó y gritó,<br />
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—Bueno, la diversión va a repetirse —dijo la voz del suizo—. Os prevengo que si me<br />
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—¿Quién es éste? —dijo el joven, volviéndose hacia la reina.<br />
—Un suizo que ha sustituido a Laurent.<br />
—¿Y quién lo ha hecho?<br />
—El rey.<br />
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—Eso mismo hemos dicho nosotras hace poco.<br />
—¿Y con una consigna?<br />
—Feroz, por lo que parece.<br />
—¡Diablo! Capitulemos.<br />
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—Démosle dinero a ese diablo.<br />
—Ya se lo he ofrecido; ha rehusado.<br />
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