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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Era un poco antes del puente de Sévres, y gracias a la ayuda que el oficial prestó al<br />

conductor, el pobre caballo pudo seguir adelante, y el joven volvió a entrar en el coche.<br />

El cochero se felicitaba por tener un cliente tan amable, haciendo restallar alegremente<br />

el látigo con el doble fin de animar sus monturas y calentarse él.<br />

Pero se diría que por la portezuela había entrado el frío, helando la conversación y la<br />

recién nacida intimidad, a la cual el joven empezaba a encontrar un encanto<br />

inexplicable. Se le pidió simplemente cuenta del accidente, y contó lo que había<br />

ocurrido. Esto fue todo, y el silencio volvió de nuevo a pesar sobre los viajeros.<br />

El oficial, al cual la mano tibia y palpitante había impresionado, quiso por lo menos<br />

tener un pie a cambio.<br />

Estiró, pues, la rodilla; mas, por muy sabiamente que lo hizo, no encontró nada, o sólo<br />

encontró el dolor de ver que le huía el pie que tenía más cerca.<br />

Habiendo rozado el pie de la mayor de las dos mujeres, ésta le dijo:<br />

—Os molesto mucho, ¿verdad, monsieur? Os ruego que me perdonéis.<br />

El joven enrojeció hasta las orejas ante la ironía y se felicitó de que la noche fuese lo<br />

suficiente oscura para ocultar su vergüenza.<br />

Así pues, todo estaba dicho, y allí terminó el diálogo.<br />

Vuelto al silencio, inmóvil y respetuoso como si estuviese en un templo, temía respirar,<br />

y se sintió pequeño como un niño.<br />

Pero poco a poco, y a su pesar, una impresión extraña invadía su pensamiento y todo su<br />

ser.<br />

Sentía, sin tocarlas, a las dos encantadoras mujeres, y las veía sin verlas. Se acostumbró<br />

a estar cerca de ellas, y le parecía que una parte de su existencia acababa de fundirse con<br />

la suya. Habría querido reanudar la conversación, y no se atrevía porque temía caer en<br />

banalidades. Y le alarmaba parecer tonto o impertinente ante unas mujeres a las cuales<br />

una hora antes creía conceder demasiado honor dándoles la limosna de un luis y de una<br />

cortesía.<br />

En una palabra, como en esta vida todas las simpatías se explican, por las relaciones de<br />

los fluidos puestos en contacto, un magnetismo poderoso emanaba de los perfumes, y el<br />

calor juvenil de estos tres cuerpos juntos por azar dominaba al joven y le invadía el<br />

pensamiento y le dilataba el corazón.<br />

Así nacen a veces, viven y mueren, en el espacio de unos momentos, las más suaves, las<br />

más reales, las más ardientes pasiones. Tienen encanto porque son efímeras; tienen<br />

fuerza porque son reprimidas.<br />

El oficial no dijo una palabra y las damas hablaban bajo entre sí.<br />

Sin embargo, como su oído estaba incesantemente alerta, oía palabras sin ilación y que,<br />

sin embargo, prestaban un sentido a su fantasía.<br />

He aquí lo que él entendía: la hora avanzada..., las puertas..., el pretexto de la salida.<br />

El coche de alquiler se detuvo de nuevo. Esta vez no era ni un caballo caído, ni una<br />

rueda rota. Después de tres horas de valerosos esfuerzos, el bravo cochero se había<br />

calentado los brazos, es decir, había conseguido hacer sudar a sus caballos y alcanzado<br />

Versalles, donde las largas, sombrías y desiertas avenidas aparecían bajo las luces<br />

rojizas de algunas linternas blanqueadas por la escarcha, como una doble procesión de<br />

espectros negros y desolados.<br />

El joven comprendió que se habían detenido. ¿Por qué magia el tiempo le había<br />

parecido tan corto?<br />

El cochero se inclinó hacia el cristal de delante.<br />

—¡Monsieur! Estamos en Versalles.<br />

—¿Dónde hay que detenerse, señoras? —preguntó el oficial.<br />

—En la plaza de armas.

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