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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Confesamos que tenemos miedo de este cochero que tan mal ha aceptado la<br />

negociación.<br />

—No debéis alarmaros. Sé su número, 107. La letra de la administración es Z. Si os<br />

causara alguna contrariedad, dirigíos a mí.<br />

—¿A vos? —dijo en francés Andrea, olvidándose de hablar en alemán—. ¿Cómo<br />

queréis que nos dirijamos a vos si ni siquiera sabemos vuestro nombre?<br />

El joven dio un paso atrás.<br />

—¿Vos habláis francés? —exclamó—. Habláis francés y me condenáis desde hace<br />

media hora a destrozar el alemán. Realmente, eso no está nada bien.<br />

—Excusad, caballero —repuso la otra dama, acudiendo en socorro de su mal juzgada<br />

compañera—. Comprended que sin ser extranjeras nos encontramos desplazadas en<br />

París, y sobre todo en un coche de alquiler. Y sois lo suficiente hombre de mundo para<br />

comprender que la nuestra no es una situación natural. No protegernos más que a<br />

medias sería desampararnos. Ser menos discreto de lo que hasta ahora lo habéis sido<br />

sería pecar de indiscreto. Nos habéis juzgado bien, monsieur; así, procurad no juzgarnos<br />

mal. Y si no podéis rendirnos este servicio, decidlo sin reservas, o permitidnos<br />

agradeceros lo que habéis hecho y buscar otra ayuda.<br />

—Madame —repuso el oficial, impresionado por el tono, a la vez noble y encantador,<br />

de la desconocida—, disponed de mí.<br />

—Entonces, tomaos la molestia de subir con nosotras.<br />

—¿En el coche de alquiler?<br />

—Para acompañarnos.<br />

—¿Hasta Versalles?<br />

—Sí.<br />

El oficial subió al carruaje y se asomó por la ventanilla para gritar al cochero:<br />

—Arranca ya.<br />

Las portezuelas cerradas, las mantas y las pieles compartidas, el carruaje tomó la calle<br />

Saint-Thomas-du-Louvre, atravesó la plaza del Carrousel y comenzó a rodar por los<br />

muelles.<br />

El oficial se hundió en un rincón, frente a la mayor de las dos mujeres, y con el abrigo<br />

cuidadosamente extendido sobre sus rodillas. El silencio más profundo reinaba en el<br />

interior. El cochero, porque quisiera mantener fielmente la marcha, o porque la<br />

presencia del oficial le imponía un temor respetuoso, hizo correr a sus flacas monturas<br />

por el pavimento resbaladizo de los muelles y por el camino de la Conference.<br />

Sin embargo, el aliento de los tres viajeros calentaba insensiblemente el coche. Un<br />

perfume delicado llevaba al cerebro del joven impresiones que poco a poco eran menos<br />

desfavorables para sus compañeras.<br />

«Estas mujeres —pensaba él— se han retrasado en cualquier visita y tratan de llegar a<br />

Versalles; están un poco asustadas y también avergonzadas. No obstante, ¿cómo estas<br />

damas —continuaba pensando el oficial—, si son mujeres de alguna distinción, van en<br />

un cabriolé, y, "sobre todo", lo conducen ellas mismas?<br />

»¡Ah! Para esto sólo hay una respuesta: el cabriolé era demasiado estrecho para tres<br />

personas, y dos mujeres no iban a molestarse haciéndole sitio al lacayo.<br />

»¡Pero no tenían dinero ni la una ni la otra! Es algo extraño, y merece que se reflexione<br />

sobre ello.<br />

»Sin duda el lacayo tenía la bolsa. El cabriolé debe estar ahora destrozado. Era elegante,<br />

y el caballo... Si sé algo de caballos, valía ciento cincuenta luises.<br />

»Sólo unas mujeres ricas podrían abandonar un cabriolé y un caballo así, sin<br />

disgustarse. La falta de dinero no significa, pues, absolutamente nada.<br />

»Sí, pero esta manía de hablar en una lengua extranjera cuando se es francés...

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