EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848 El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—¡Oh, no regateéis! —dijo la mayor de las damas—. Dos luises, tres luises, veinte luises. Conseguid que arranque al instante y que no se detenga en el camino. —Un luis basta, madame —repuso el oficial. Después, volviéndose al cochero, le dijo—: ¡Vamos, granuja! Baja y abre la portezuela. —Quiero que se me pague primero —dijo el cochero. —¿Tú quieres...? —Es mi derecho. El oficial hizo un movimiento hacia delante. —Paguemos por adelantado, paguemos —dijo la mayor de las damas. Y registró rápidamente su bolsillo. —¡Dios mío —susurró a su compañera—, no tengo mi bolsa! —¿Cómo es eso? —Y vos, Andrea, ¿tenéis la vuestra? La joven se cercioró con la misma ansiedad. —Yo... tampoco. —Mirad bien vuestros bolsillos. —¡Es inútil! —exclamó la joven, con angustia, pues veía que el oficial seguía con una mirada atenta el diálogo y que el cochero gruñía, diciéndose quizá que había sido precavido. En vano las dos damas buscaron, pues no encontraron ni un cobre. El oficial las vio impacientarse, enrojecer y palidecer, comprendiendo que la situación se complicaba. Y cuando ellas se disponían a dar una cadena o una joya como garantía, el oficial, para evitar la humillación a que se exponían, sacó de su bolsa un luis y se lo tendió al cochero, quien lo examinó mientras una de las damas agradecía al oficial ese gesto. Después abrió la portezuela y las dos damas subieron. —Y ahora, buen hombre, conduce a estas damas rápidamente y con tiento sobre todo. ¿Entiendes? —No tenéis necesidad de recomendármelo, mi teniente. Durante esas breves frases, las damas se consultaron, viendo con angustia que su guía, su protector, pronto las dejaría. —Madame —dijo bajo la más joven a su compañera—, es preciso que no se vaya. —¿Por qué? Preguntémosle su nombre y su dirección. Mañana le enviaremos un luis de oro, con unas líneas de agradecimiento que le escribiréis. —No, madame, no. Retengámosle, os lo suplico. Si el cochero es de mala fe, si pone dificultades en la carretera... Con este tiempo, los caminos son malos. Y si ocurre algo, ¿a quién podremos pedir socorro? —Tenemos su número y la nota de la administración. —Está bien, madame. Y no os niego que más tarde le haríais volar en un instante, pero esperando que eso ocurra, no llegaréis esta noche a Versalles, ¿y qué se diría, gran Dios? La mayor pareció reflexionar, y dijo: —Es verdad. Pero ya el oficial se inclinaba para pedir licencia. —Monsieur —dijo en alemán Andrea—, escuchadme un momento, por favor. —A vuestras órdenes, madame —contestó el oficial, visiblemente contrariado, pero conservando en su aire y en su tono, y hasta en su acento, la más exquisita cortesía. —Monsieur —continuó Andrea—, no podéis rehusarnos una gracia, después de los servicios que ya nos habéis hecho. —Hablad.

—Confesamos que tenemos miedo de este cochero que tan mal ha aceptado la negociación. —No debéis alarmaros. Sé su número, 107. La letra de la administración es Z. Si os causara alguna contrariedad, dirigíos a mí. —¿A vos? —dijo en francés Andrea, olvidándose de hablar en alemán—. ¿Cómo queréis que nos dirijamos a vos si ni siquiera sabemos vuestro nombre? El joven dio un paso atrás. —¿Vos habláis francés? —exclamó—. Habláis francés y me condenáis desde hace media hora a destrozar el alemán. Realmente, eso no está nada bien. —Excusad, caballero —repuso la otra dama, acudiendo en socorro de su mal juzgada compañera—. Comprended que sin ser extranjeras nos encontramos desplazadas en París, y sobre todo en un coche de alquiler. Y sois lo suficiente hombre de mundo para comprender que la nuestra no es una situación natural. No protegernos más que a medias sería desampararnos. Ser menos discreto de lo que hasta ahora lo habéis sido sería pecar de indiscreto. Nos habéis juzgado bien, monsieur; así, procurad no juzgarnos mal. Y si no podéis rendirnos este servicio, decidlo sin reservas, o permitidnos agradeceros lo que habéis hecho y buscar otra ayuda. —Madame —repuso el oficial, impresionado por el tono, a la vez noble y encantador, de la desconocida—, disponed de mí. —Entonces, tomaos la molestia de subir con nosotras. —¿En el coche de alquiler? —Para acompañarnos. —¿Hasta Versalles? —Sí. El oficial subió al carruaje y se asomó por la ventanilla para gritar al cochero: —Arranca ya. Las portezuelas cerradas, las mantas y las pieles compartidas, el carruaje tomó la calle Saint-Thomas-du-Louvre, atravesó la plaza del Carrousel y comenzó a rodar por los muelles. El oficial se hundió en un rincón, frente a la mayor de las dos mujeres, y con el abrigo cuidadosamente extendido sobre sus rodillas. El silencio más profundo reinaba en el interior. El cochero, porque quisiera mantener fielmente la marcha, o porque la presencia del oficial le imponía un temor respetuoso, hizo correr a sus flacas monturas por el pavimento resbaladizo de los muelles y por el camino de la Conference. Sin embargo, el aliento de los tres viajeros calentaba insensiblemente el coche. Un perfume delicado llevaba al cerebro del joven impresiones que poco a poco eran menos desfavorables para sus compañeras. «Estas mujeres —pensaba él— se han retrasado en cualquier visita y tratan de llegar a Versalles; están un poco asustadas y también avergonzadas. No obstante, ¿cómo estas damas —continuaba pensando el oficial—, si son mujeres de alguna distinción, van en un cabriolé, y, "sobre todo", lo conducen ellas mismas? »¡Ah! Para esto sólo hay una respuesta: el cabriolé era demasiado estrecho para tres personas, y dos mujeres no iban a molestarse haciéndole sitio al lacayo. »¡Pero no tenían dinero ni la una ni la otra! Es algo extraño, y merece que se reflexione sobre ello. »Sin duda el lacayo tenía la bolsa. El cabriolé debe estar ahora destrozado. Era elegante, y el caballo... Si sé algo de caballos, valía ciento cincuenta luises. »Sólo unas mujeres ricas podrían abandonar un cabriolé y un caballo así, sin disgustarse. La falta de dinero no significa, pues, absolutamente nada. »Sí, pero esta manía de hablar en una lengua extranjera cuando se es francés...

—¡Oh, no regateéis! —dijo la mayor de las damas—. Dos luises, tres luises, veinte<br />

luises. Conseguid que arranque al instante y que no se detenga en el camino.<br />

—Un luis basta, madame —repuso el oficial. Después, volviéndose al cochero, le<br />

dijo—: ¡Vamos, granuja! Baja y abre la portezuela.<br />

—Quiero que se me pague primero —dijo el cochero.<br />

—¿Tú quieres...?<br />

—Es mi derecho.<br />

El oficial hizo un movimiento hacia delante.<br />

—Paguemos por adelantado, paguemos —dijo la mayor de las damas.<br />

Y registró rápidamente su bolsillo.<br />

—¡Dios mío —susurró a su compañera—, no tengo mi bolsa!<br />

—¿Cómo es eso?<br />

—Y vos, Andrea, ¿tenéis la vuestra?<br />

La joven se cercioró con la misma ansiedad.<br />

—Yo... tampoco.<br />

—Mirad bien vuestros bolsillos.<br />

—¡Es inútil! —exclamó la joven, con angustia, pues veía que el oficial seguía con una<br />

mirada atenta el diálogo y que el cochero gruñía, diciéndose quizá que había sido<br />

precavido.<br />

En vano las dos damas buscaron, pues no encontraron ni un cobre. El oficial las vio<br />

impacientarse, enrojecer y palidecer, comprendiendo que la situación se complicaba. Y<br />

cuando ellas se disponían a dar una cadena o una joya como garantía, el oficial, para<br />

evitar la humillación a que se exponían, sacó de su bolsa un luis y se lo tendió al<br />

cochero, quien lo examinó mientras una de las damas agradecía al oficial ese gesto.<br />

Después abrió la portezuela y las dos damas subieron.<br />

—Y ahora, buen hombre, conduce a estas damas rápidamente y con tiento sobre todo.<br />

¿Entiendes?<br />

—No tenéis necesidad de recomendármelo, mi teniente.<br />

Durante esas breves frases, las damas se consultaron, viendo con angustia que su guía,<br />

su protector, pronto las dejaría.<br />

—Madame —dijo bajo la más joven a su compañera—, es preciso que no se vaya.<br />

—¿Por qué? Preguntémosle su nombre y su dirección. Mañana le enviaremos un luis de<br />

oro, con unas líneas de agradecimiento que le escribiréis.<br />

—No, madame, no. Retengámosle, os lo suplico. Si el cochero es de mala fe, si pone<br />

dificultades en la carretera... Con este tiempo, los caminos son malos. Y si ocurre algo,<br />

¿a quién podremos pedir socorro?<br />

—Tenemos su número y la nota de la administración.<br />

—Está bien, madame. Y no os niego que más tarde le haríais volar en un instante, pero<br />

esperando que eso ocurra, no llegaréis esta noche a Versalles, ¿y qué se diría, gran<br />

Dios?<br />

La mayor pareció reflexionar, y dijo:<br />

—Es verdad.<br />

Pero ya el oficial se inclinaba para pedir licencia.<br />

—Monsieur —dijo en alemán Andrea—, escuchadme un momento, por favor.<br />

—A vuestras órdenes, madame —contestó el oficial, visiblemente contrariado, pero<br />

conservando en su aire y en su tono, y hasta en su acento, la más exquisita cortesía.<br />

—Monsieur —continuó Andrea—, no podéis rehusarnos una gracia, después de los<br />

servicios que ya nos habéis hecho.<br />

—Hablad.

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