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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—¡A casa del comisario! ¡A casa del comisario! —continuaba gritando la gente—. ¡Y<br />

que se sepa quiénes son!<br />

—¡Oh, madame! ¡Estamos perdidas! —dijo la más joven.<br />

—¡Valor! —repuso la otra.<br />

—Pero os van a ver; sin duda os van a reconocer.<br />

—Mirad por el cristal del fondo si Weber sigue detrás del coche.<br />

—Intenta descender, pero no le dejan... Se defiende... ¡Ah!, aquí viene.<br />

—Weber, Weber —dijo la dama en alemán—, ayúdanos a bajar.<br />

Weber obedeció y, a pesar de la oposición de los asaltantes, consiguió abrir la<br />

portezuela, apeándose inmediatamente las dos damas.<br />

Mientras, el gentío se había apoderado del caballo y del cabriolé y empezaron a reventar<br />

la caja.<br />

—¿Pero qué es esto, en nombre del cielo? —continuó en alemán la mayor de las<br />

damas—. ¿Comprendéis el motivo?<br />

—No, madame —dijo el servidor, prefiriendo hablar en su propia lengua que en francés<br />

y revolviéndose a patadas para defender a su ama.<br />

—Esto no son hombres, sino bestias —continuó la dama, siempre en alemán—. ¿Por<br />

qué me atacan? ¡Huyamos!<br />

En aquel instante una voz educada, que contrastaba con las amenazas y las injurias de<br />

que las damas eran objeto, respondió en el más puro idioma germano:<br />

—Os reprochan, madame, desobedecer la orden de la policía que ha aparecido en París<br />

esta mañana y que prohíbe hasta la primavera la circulación de cabriolés, ya bastante<br />

peligrosos cuando el pavimento está bien, pero que ahora son mortales para los<br />

peatones, cuando el hielo hace patinar las ruedas.<br />

La dama se volvió para ver de dónde salía esta voz cortés, en medio de las otras<br />

amenazas. Y vio a un joven oficial que, para aproximarse a ellas, tuvo que emplear tanto<br />

valor como Weber para seguir en su sitio.<br />

La figura gentil y distinguida, la estatura elevada y el aire marcial del joven agradaron a<br />

la dama, que se apresuró a contestar en alemán:<br />

—¡Dios mío! Ignoraba esta orden. La ignoraba por completo.<br />

—¿Sois extranjera, madame?<br />

—Sí, monsieur. Pero decidme, ¿qué debo hacer? Han destrozado mi cabriolé.<br />

—Hay que dejar que lo destrocen por completo. El pueblo de París está furioso contra<br />

los ricos que no respetan su miseria, y debido a la orden dada esta mañana, se os<br />

conducirá a casa del comisario.<br />

—¡Jamás! —gritó la más joven de las damas—. ¡Jamás!<br />

—Entonces —repuso el oficial, riendo—, aprovechaos de la confusión que voy a<br />

promover entre el gentío para desaparecer.<br />

Estas palabras fueron dichas con desenfado, lo que hizo comprender a las extranjeras<br />

que el oficial había oído los comentarios del pueblo sobre las entretenidas de Soubise y<br />

de Haennin, pero no era momento de andarse con miramientos.<br />

—Dadnos el brazo hasta un carruaje de alquiler, monsieur —dijo la mayor de las damas,<br />

con voz autoritaria.<br />

—Iba a hacer encabritar vuestro caballo, y con la confusión podríais haber huido,<br />

porque —agregó el joven, que lo que quería era declinar la responsabilidad de una<br />

azarosa protección— la gente se irrita al oírnos hablar en una lengua que no comprende.<br />

—¡Weber! —dijo la dama, en voz alta—. Haz que «Pelus» se encabrite para que esa<br />

gente se asuste y se aparte.<br />

—Y después, madame...<br />

—Después sigue aquí, mientras nosotras desaparecemos.

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