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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Sois desconfiada, Andrea; ya lo sé. Y para que alguien os pueda agradar es preciso<br />

ser perfecto. Yo encuentro a esa condesita interesante y sencilla, en su orgullo como en<br />

su humildad.<br />

—Es una fortuna para ella, madame, haber tenido la suerte de agradaros.<br />

—¡Paso! —gritó la dama, apartando vivamente al caballo, que iba a atropellar a un<br />

mozo de cordel en la esquina de la calle Saint-Antoine.<br />

—¡Paso! —gritó Weber.<br />

Y el cabriolé continuó su carrera. Sólo se oían las imprecaciones del hombre que se<br />

había librado de la rueda y varias voces que, igual que un eco, le apoyaban con un<br />

clamor hostil contra el cabriolé.<br />

Por algunos segundos, «Pelus» puso entre su dueña y los maldicientes todo el espacio<br />

que se extendía desde la calle de Sainte-Catherine a la plaza Baudoyer. Ahí, como se<br />

sabe, hay una bifurcación, pero la hábil conductora se arrojó resueltamente por la calle<br />

de la Pixeranderie, una calle muy transitada, estrecha y poco aristocrática.<br />

A pesar de los «paso» que gritaba, a pesar de los rugidos de Weber, no se oían más que<br />

las rabiosas exclamaciones de los transeúntes.<br />

—¡Oh, el cabriolé! ¡Abajo el cabriolé!<br />

«Pelus» pasaba siempre, y su cochero, a pesar de la delicadeza de su mano, lo hacía<br />

correr rápidamente, y sobre todo hábilmente, sobre la alfombra de nieve líquida y entre<br />

los hielos más peligrosos, abriendo arroyos y charcos.<br />

Sin embargo, como era de esperar, no sucedió ninguna desgracia; una linterna brillante<br />

enviaba sus rayos al frente, lo que era un lujo de precisión que la policía no había<br />

impuesto todavía a los cabriolés de aquel tiempo.<br />

Ninguna desgracia, decimos, ocurrió, ningún carruaje aplastado, ni una rueda rota, ni un<br />

transeúnte tocado; era un milagro, y, sin embargo, los gritos y las amenazas se sucedían<br />

siempre.<br />

El carruaje atravesó con la misma rapidez y seguridad la calle de Saint-Méderic. La<br />

calle de Saint-Martin, la calle Aubry-Boucher...<br />

Quizá parezca a los lectores que aproximándose a los distritos más civilizados, el odio<br />

dirigido al coche aristocrático sería menor.<br />

Apenas «Pelus» hubo penetrado en la calle de Ferronnerie, Weber, siempre perseguido<br />

por las vociferaciones del populacho, notó varios grupos al paso del cabriolé. Algunas<br />

personas hicieron ademán de correr detrás de él para detenerlo.<br />

Sin embargo, Weber no quería inquietar a su dueña. Veía que ella desplegaba toda su<br />

sangre fría, conduciendo fácilmente, y que se deslizaba entre todos los obstáculos<br />

inertes o vivos, que son a la vez la desesperación y el triunfo de cualquier cochero de<br />

París.<br />

En cuanto a «Pelus», firme sobre sus patas, no había resbalado ni una vez, ya que la<br />

mano que sostenía las riendas sabía prever para él las pendientes y los accidentes del<br />

terreno.<br />

Ya no se murmuraba más acerca del cabriolé, se rugía; la dama que sostenía las riendas,<br />

apercibiéndose de ello y atribuyéndolo a cualquier causa banal, como el rigor del tiempo<br />

o la rebelión de los espíritus, resolvió abreviar la prueba.<br />

Hizo, pues, chasquear su lengua, y a esta sola indicación, «Pelus» pasó del trote al<br />

galope.<br />

Los vendedores ambulantes huyeron, los transeúntes se echaron a los lados, y los<br />

«¡paso, paso!» eran continuos.<br />

El cabriolé rozaba casi el palacio real y acababa de pasar por la calle de Coq-Saint-<br />

Honoré, ante la cual el más bello de los obeliscos de nieve levantaba orgullosamente su

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