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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—¡Franceses cobardes! ¿No me defendéis? ¿Dejáis que se me torture?<br />

—¡Callaos!— gritó el escribano.<br />

—¡Callaos!— le gritó el comisario.<br />

—¡Callarme!... Bien, sí, ¿qué me harán?... Sí, sufro esta vergüenza, pero es por mi<br />

culpa.<br />

—¡Ah! ¡Ah!—gritó la muchedumbre interpretando mal el sentido de esta confesión.<br />

—¡Callaos!— repitió el escribano.<br />

—Sí, por mi culpa— continuó Juana retorciéndose— porque si hubiera querido hablar...<br />

—¡Callaos!— gritaron rugiendo escribanos, comisarios y verdugos.<br />

—Si hubiera querido decir todo lo que sabía de la reina..., pues bien, entonces hubiera<br />

sido colgada; no hubiera sido deshonrada.<br />

No pudo añadir nada más; porque el comisario subió al cadalso seguido de agentes que<br />

amordazaron a la miserable y la entregaron, palpitante, flagelada, con el rostro<br />

hinchado, lívida, sangrando, a los dos ejecutores, uno de los cuales había hecho inclinar<br />

a la víctima y al mismo tiempo se apoderaba del hierro que su ayudante había<br />

conseguido darle.<br />

Pero Juana aprovechó como una culebra la insuficiencia de esta mano que le estrechaba<br />

la nuca; saltó por última vez y dándose vuelta con alegría frenética, ofreció su pecho al<br />

verdugo mirándole provocativamente; de manera que el instrumento fatal, que<br />

descendía sobre su hombro, vino a herirla en el seno izquierdo dejando en el mismo<br />

sobre la carne, su huella humeante y abrasadora, arrancando a la víctima, a pesar de la<br />

mordaza, uno de esos aullidos que no tienen equivalente en ninguna de las entonaciones<br />

que puede reproducir la voz humana,<br />

Juana se doblegó ante el dolor y la vergüenza. Estaba vencida. Sus labios no dejaron<br />

escapar ya el menor sonido, sus miembros no se estremecieron más; se había<br />

desvanecido.<br />

El verdugo se la llevó, cargándola sobre sus hombros, y descendió con ella, con paso<br />

incierto, la escalera de la ignominia.<br />

En cuanto al pueblo, silencioso también, ya porque aprobase o porque estuviese<br />

consternado, no se dispersó por las cuatro salidas de la plaza sino cuando vio cerrarse<br />

las puertas de la Conserjería tras Juana; después de haber contemplado cómo demolían<br />

lentamente el cadalso, pieza a pieza; después de haberse convencido de que no había<br />

epílogo en el drama espantoso cuya representación le había sido ofrecida.<br />

Los agentes vigilaron hasta las últimas manifestaciones de los asistentes; sus primeras<br />

órdenes habían sido expresadas tan claramente, que hubiera sido una locura oponer<br />

alguna objeción a la lógica, armada de garrotes y de esposas.<br />

La objeción, si se produjo, debió ser tranquila e interiormente. Poco a poco la plaza<br />

adquirió su calma ordinaria; sólo en el extremo del puente, cuando este tropel se hubo<br />

disgregado, dos jóvenes irreflexivos, que se retiraban como los demás, tuvieron entre<br />

ellos el siguiente diálogo:<br />

—¿Ha sido realmente la señora de La Motte la que el verdugo ha marcado? ¿Lo creéis,<br />

Maximiliano?<br />

—Se dice, pero yo no lo creo...— replicó el mayor de los dos jóvenes.<br />

—De manera que opináis que no era ella, ¿verdad?— añadió el otro, un hombre de corta<br />

estatura, ojos grandes y luminosos como los de las aves nocturnas y cabello corto y<br />

grasoso—. No; ¿verdad que no ha sido la señora de La Motte a la que han marcado? Los<br />

agentes de estos tiranos han apartado a su cómplice. Hallaron para descargar la<br />

acusación que pesaba sobre María Antonieta, una señorita Olive que se ha confesado<br />

entregada al cardenal; y una supuesta señora de La Motte que se reconoció falsaria. Me

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