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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—¡No dejaré leer nunca una sentencia que me condena a la infamia!— gritó Juana<br />

debatiéndose con una fuerza sobrehumana.<br />

Y uniendo la acción a la palabra dominó la voz del escribano con rugidos y gritos tales<br />

que no se oyó ni una sola de las palabras que él leyó.<br />

Una vez acabada la lectura, el escribano dobló los papeles y guardóselos de nuevo en el<br />

bolsillo.<br />

Juana, creyendo que había acabado, se calló y trató de hacer acopio de fuerzas para<br />

continuar desafiando todavía a esos hombres. A los rugidos siguieron carcajadas más<br />

feroces aún.<br />

—¡Y la sentencia será cumplida en la plaza de las ejecuciones, en el patio de Justicia del<br />

Palacio!— continuó leyendo el escribano.<br />

—¡Públicamente!...— aulló la desgraciada—. ¡Oh!...<br />

—Señor de París, os entrego esta mujer— acabó diciendo el escribano al hombre del<br />

mandil de cuero.<br />

—¿Quién es este hombre?— dijo Juana en el paroxismo de su furia.<br />

—¡El verdugo!— respondió el escribano inclinándose.<br />

Apenas el escribano hubo terminado estas palabras, los dos ejecutores se apoderaron de<br />

Juana y la levantaron para conducirla hacia el lado de la galería que ella viera.<br />

Más allá de la puerta, donde los soldados contenían a la muchedumbre, el patio<br />

pequeño, llamado de la Justicia, apareció de pronto con los dos o tres mil espectadores a<br />

los que la curiosidad de los preparativos y el montaje del cadalso había reunido.<br />

Sobre un estrado elevado cerca de ocho pies, un poste negro, provisto de anillos de<br />

hierro, se levantaba ostentando un cartel en la parte superior que el escribano,<br />

seguramente cumpliendo órdenes recibidas, había tratado de que fuese ilegible.<br />

Este estrado no tenía barandilla y se subía a él por una escalera que tampoco la tenía.<br />

La sola balaustrada que se notaba era la que formaban las bayonetas de los arqueros, las<br />

cuales impedían el acceso como una reja de puntas relucientes.<br />

La muchedumbre, viendo que las puertas del Palacio se abrían, que los comisarios<br />

llegaban con sus varillas, que el escribano venía con los papeles en la mano, inició un<br />

movimiento de ondulación parecido al del mar.<br />

De todas partes surgían gritos de: "¡Ahí está! ¡ahí está!" resonando junto con epítetos<br />

poco honorables para la condenada y aquí y allá algunas observaciones poco caritativas<br />

para los jueces.<br />

Porque Juana tenía razón; después de su condena se había hecho un partido. Todos los<br />

que la despreciaban dos meses antes, la hubiesen rehabilitado desde que la supieron<br />

antagonista de la reina.<br />

Pero el señor de Crosne lo había previsto todo. Las primeras filas de esta sala de<br />

espectáculo habían sido ocupadas por un núcleo de gentes adictas a los que pagaban los<br />

gastos del mismo. Se notaba, cerca de agentes de anchas espaldas, a las mujeres más<br />

devotas del cardenal de Rohan. Se había hallado el medio de utilizar en favor de la reina<br />

los enconos despertados en su contra. Los mismos que habían aplaudido al señor de<br />

Rohan por antipatía a María Antonieta, venían a silbar a la señora de La Motte, que<br />

había sido lo suficiente imprudente para separar su causa de la del cardenal.<br />

Su aparición en la pequeña plaza fue saludada con furiosos gritos de: "¡Abajo La Motte!<br />

¡Abajo la falsaria!" que eran la mayoría de los que escaparon de los más robustos<br />

pechos.<br />

Ocurrió también que aquellos que intentaron expresar su piedad hacia Juana o su<br />

indignación contra la sentencia que la condenaba, fueron considerados como enemigos<br />

del cardenal por las damas de la Halle, o como enemigos de la reina por los agentes,<br />

viéndose en esta forma maltratados por los dos sexos interesados en conseguir el

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